El lozano sol de la primavera entra por la ventana del taller del dorador. El resplandor del oro joven en el enmarañado estofado crea un efecto embriagante, casi onírico, sobre la superficie de las dos imágenes. De nuevo, el escultor ante su obra. Entre la presunción de lo propio y la veneración de lo que ya es ajeno, comprueba esa vivificación siempre inexplicable, donde lo humano y lo sagrado se descubren en perfecta simbiosis. Las miradas cómplices entre los dos artistas hablan por sí solas de la complacencia por un trabajo lleno de esmero. La visita de Francisco Camacho al obrador de Bernardo Valdés es el último paso, el visto bueno antes de la despedida. El final de un proceso iniciado el año anterior al recibir el encargo de la hermandad de San José de Rota. Poco después sale de Jerez rumbo a El Portal, navegando por el río hasta El Puerto. Una carreta llegará a la villa vecina el 15 de abril de 1736. La expectación debió de ser grande. La cofradía había reunido una gran cantidad de limosnas e incluso se había celebrado una comedia en el Castillo de Luna para poder sufragar los gastos. La belleza de las tallas del santo y del Niño haría olvidar pronto todos los esfuerzos. El padre putativo coge de la mano a Jesús. La figura es aparatosa pero su gesto, apagado, resulta premonitorio. El pequeño, de mirada apasionada, arremanga con delicadeza rococó su túnica, que cae graciosamente del hombro derecho. Un trozo de lo mejor del arte jerezano del barroco se conserva desde entonces en la Parroquia de la O roteña. Y no fue un caso excepcional. Otros escultores vinculados a nuestra ciudad, como Diego Roldán, dejaron entonces un importante conjunto de piezas en la localidad.

El verano puede ser un momento propicio para disfrutar de ese patrimonio y pasado compartidos. Para descubrir ese Jerez recóndito en las entrañas de Rota.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios