Menudo follón. Lo de hacer las compras navideñas este año se ha puesto imposible. Y no me refiero ya al jaleo que se monta en las zonas comerciales cuando ruge la marabunta. Me refiero al jaleo de escoger, entre tanta oferta de productos gastronómicos, aquellos que encajen con nuestras ideas políticas y con el concepto de nación que cada cual tenga (no sea que por algún descuido, por elegir a lo loco el menú de Nochebuena, se acaben provocando situaciones bochornosas durante la cena familiar.)

Porque antes, para estos preparativos de la comida, lo que había que tener en cuenta era si a los invitados les gustaba el cordero o si preferían pavo; si de aperitivo se iba a servir cóctel de marisco o mejor no, porque eso ya estaba pasado de moda. Se dudaba sobre la vajilla que habría que sacar, o la cubertería, entre otros dilemas de alcance filosófico. Pero poco más.

Todo eso ha cambiado. Ahora, gracias a las exaltaciones nacionalistas y sus rebotes, hasta comer cocido madrileño ha pasado de ser un simple placer a convertirse en un acto reivindicativo. Si no nos andamos con tiento en el protocolo, al servir los entrantes podemos estar ofendiendo a los invitados por pedirles que prueben esta longaniza tan rica que nos trajeron de Lérida, o este tinto del Priorato que está la mar de bueno.

Hubo un tiempo en el que reinaba la inocencia y si te llevabas a la boca un trozo de turrón de Jijona, la máxima preocupación estaba en no dejarse la dentadura en el intento. Hoy no. Hoy comer turrón de Jijona, o sobrasada mallorquina, o una empanada de berberechos -por los vínculos que se han creado entre la charcutería y el patriotismo, y por la estrecha relación que ahora existe entre las banderas y los canapés- puede tener el mismo significado que cantar La Marsellesa o el Cara al sol.

Con el cava no digamos, porque el cava catalán, a pesar de ser una bebida que en principio no vulnera ningún artículo de la Constitución, se ha convertido para muchos en la bestia negra de los productos con denominación de origen. Por eso buscan a la desesperada espumosos extremeños, valencianos, o de donde sea, con tal de evitar una bebida que, al fin y al cabo, por lo menos mientras San Sadurní siga donde está, no deja de ser española.

La gente es muy libre de ver detrás de una botella de cava un símbolo del separatismo. Por mí, como si quieren ver detrás de una pata de jamón ibérico la sombra del Cid Campeador. Pero tal vez estemos perdiendo el juicio si empezamos a confundir las pizzerías con el fascismo italiano; o si, por culpa del terrorismo yihadista, vamos a rechazar una caja de alfajores.

Y es que si el corazón tiene razones que la razón no entiende, de las razones del estómago ¿qué les puedo yo contar?

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