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La edad de la virtud

  • En 1538, el joven pintor Francisco de Holanda conoció en Roma a un ya casi anciano Miguel Ángel, con el que mantuvo una serie de conversaciones sobre el arte que recreó después en este libro

Reproducción parcial de la obra de Francisco de Holanda 'Embriaguez  de Noé. De aetatibus mundi imagines' (1545-1573).

Reproducción parcial de la obra de Francisco de Holanda 'Embriaguez de Noé. De aetatibus mundi imagines' (1545-1573).

Francisco de Holanda firma este libro el día de San Lucas, patrón de los pintores, del año de 1548. Diez años antes había llegado a Italia, por orden de Juan III de Portugal, para traer de vuelta cuanto de novedoso y útil pudiera ilustrar en su cuaderno. Fruto de esa expedición serán sus famosas Antigualhas, que el lector curioso puede ver contemplar en la exposición que le ha dedicado Biblioteca Nacional con motivo de su quinto centenario. Como es lógico, estos Diálogos de Roma guardan una estrecha relación con aquella obra pictórica y documental de la cual nacen; aun así, su intención es declaradamente otra. Si bien es cierto que Francisco de Holanda viaja para ilustrar la grandeza de Roma y el nuevo arte militar de las fortalezas, la intención última de estos diálogos es demostrar tanto la primacía de la pintura, como la relevancia y la virtù de los artistas.

Recordemos, por otro lado, que la Roma a la que llega Francisco de Holanda es todavía la Roma convaleciente que, una década antes, ha padecido el saqueo de Carlos V, y donde Cellini se había distinguido como defensor del castillo de Sant Angelo contra los lansquenetes de Frundsberg. No es ya, desde luego, la Roma de Clemente VII, sino la de Paulo III Farnese; pero es la Roma de Miguel Ángel, de Tiziano y de Sebastiano del Piombo. Y es también la Roma caput mundi que suscita las Vidas de Vasari, cuya primera edición se dará a las imprentas dos años después de estos diálogos de Francisco de Holanda. La importancia de la presente obra es, pues, es de doble naturaleza: si por un lado nos ofrece un importante testimonio de época, en el que podemos oír, modificados por la retórica al uso, las opiniones de Miguel Ángel sobre la pintura y el resto de las artes; por otra parte, estos Diálogos de Roma nos ofrecen una precisa visión del arte y el artista en el Renacimiento tardío. Naturalmente, las opiniones de Miguel Ángel (ya expuestas en otros lugares) son de una crucial importancia para entender dicho periodo. Pero lo son aún más puesto que cabe unirlas a lo que sabemos de Da Vinci, de Cellini, de Vasari, de Guevara, de Durero y de cuantos escribieron sobre el nuevo arte recobrado, así como del papel que el artista debe jugar en la sociedad del XVI, emulando cuanto sabían del arte en la Antigüedad y que recoge la Historia Natural de Plinio.

Quiere esto decir que estos Diálgos de Roma recogen tres lugares comunes del arte renacentista como son la superioridad de la pintura sobre el resto de las artes, la facultad emulativa de la pintura y, consecuente con ello, la conversión del pintor en un "primo de la divinidad", como dice Leonardo en sus Notas. Estas tres convenciones cabría matizarlas de muchos modos; y de hecho así lo hace el propio Holanda cuando aborda el viejo lema de ut pictura poesis, de tan largo influjo en el arte, para decantarlo a favor de los pinceles. Y también cabría decir algo similar sobre el tipo de emulación que trae la pintura, y que no hará sino recrudecerse a través de la Poética de Aristóteles. Sea como fuere, lo que cristaliza en estos diálogos de Holanda es una nueva formulación del artista, que tiene que ver no sólo con la virtù del condotiero, sino con la prevalencia y la dignidad de reyes y de papas. El artista (un siglo después, Velázquez se pintará con la cruz de Santiago al pecho), es aquel hombre superior cuyo talento es capaz de recrear el mundo como sólo Dios supo hacerlo. Y eso exige una consideración; y unos emolumentos; y una dignidad que no es, en ningún caso, la dignidad gremial que ha regido durante el medievo. De ahí la persistencia -o la exageración- de su valía que encontramos en este tipo de obras. Obras que hablan de un arte óptimo e inalcanzable, y cuyos artítices gozan de idéntica supremacía. Si esto se compara con el humilde tratado de Cennini, escrito a primeros del XV, se comprenderá tanto el avance del arte en la reproducción de la Naturaleza, como la creciente consideración hacia quienes disponen de tales habilidades técnicas (Holanda no dejará de recordar que el dibujo es una ciencia que coincide, punto por punto, con el relieve y el grosor de lo visible).

Se trata, en suma, de un movimiento de apropiación del orbe que, bajo la especie de la Antigüedad, no hacía sino alumbrar, con nuevos cálculos y habilidades, un mundo nuevo. Vale decir, un nuevo modo de entender el mundo -y cuanto en él habita, medra, perece y fluye- que debe calificarse como científico.

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