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El continente ignorado

  • La Uña Rota reúne en una espléndida edición las 'Vidas breves', célebres piezas biográficas que escribió el anticuario y escritor inglés John Aubrey.

Retrato de John Aubrey (Inglaterra, 1626-1697).

Retrato de John Aubrey (Inglaterra, 1626-1697).

Mediado el XVII, no son muchos los lugares del globo donde el hombre no haya trasladado su curiosidad, su avaricia, su desconcierto. Digamos que la peripecia geográfica del ser humano estaba ya esbozada por aquellas fechas, y ahora quedaba la conquista de un último continente, cuya magnitud sólo entonces empieza a comprenderse. Me refiero a la conquista del tiempo, a "las naciones de lo pasado y los pueblos de lo pretérito" que se evocan en las Mil y una noches, y en suma, a una completa comprensión de la Historia y sus protagonistas. A esta doble conquista espacio-temporal, iniciada en el XV, debe añadírsele una novedad (en realidad, dos), que se derivan de esta reciente calculabilidad del mundo: el paisaje y el retrato. O si preferimos decirlo con Ortega y Gasset, "el hombre y su circunstancia", cuya consistencia, cuya mutua alimentación, no hará sino crecer desde la hora renacentista. Y es ahí, pasado el cénit del Renacimiento, y llegada ya la espléndida tarde del Barroco, donde hay que situar estas Vidas breves de John Aubrey, cuya importancia y singularidad quizá se comprendan mejor si las ponemos, como hace Juan Pimentel es su prólogo, junto a los Diarios de Samuel Pepys y de John Evelyn.

Cuál es la importancia de estas pequeñas biografías (Cunqueiro las hubiese llamado retratos al minuto), se desprende, no sólo de la fórmula que escogió Aubrey, sino del contenido de tales esbozos biográficos, que responden a un impulso erudito, y en cualquier caso, a un proceso de recolección de datos. Si situamos estas Vidas breves en su correcta secuencia, veremos que el interés del Renacimiento por las vidas eminentes, basado en los modelos de Plutarco y Diógenes Laercio, no hace sino prolongar otro tipo de afanes biográficos, menos relacionadas con el arte y la política, pero vinculados estrechamente al orbe religioso, y que podemos hallar en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine o en el Libro de las virtuosas e claras mugeres de don Álvaro de Luna. Así pues, en la Vida de Cellini, en Las vidas de Vasari, en los Comentarios a la pintura y pintores antiguos de Felipe de Guevara, en las Vidas de pintores flamencos de Van Mander (en la Vida del Lazarillo de Tormes, acaso uno de los mayores libros de todos los tiempos), lo que encontramos es un nuevo interés en los talentos y vicisitudes del ser humano. Unos talentos que ya no son fruto de la gracia divina ni de un añoso linaje, sino hijos de la pericia artística y de la audacia política de los condottieri. Es decir, fruto de su individualidad y no de un estamento concreto. La originalidad del XVI fue ésta de deslizar las vidas de santos, las hagiografías medievales, hacia los modernos retratos de artistas y de príncipes (recordemos a Maquiavelo, que también escribió una minuciosa Historia de Florencia). El talento de Aubrey, un siglo después, será de naturaleza similar, sólo que con un matiz de importancia. Abrey, que le presta atención preferente a la políticos, a los teólogos, a los poetas, también incluye en sus notas al científico.

Se da así la situación, en cierto modo paradójica, de que Aubrey, sin inventar nada, está desplazando su escritura hacia una zona distinta. Por un lado, su anotación breve y precipitada remite a un periodismo que no tardaría en llegar. Por otra parte, su atención al ámbito científico (no olvidemos que Aubrey fue miembro de la Royal Society), no hace sino destacar la primacía de la ciencia en el XVII, émula de aquella primacía que obtuvo el arte -un arte que se consideraba científico-, en el siglo anterior. Como digo, esta atención a las cabezas más eminentes de su tiempo (Halley, Moro, Bacon, Descartes, Dee, Shakespeare, Milton, Jonson...), provenía de un nuevo interés en el hombre, en su retrato veraz, que era hermano de aquel conocimiento exacto de la geografía, de la esfera celeste, etcétera, que triunfó en el XV-XVI. Pero es también, y en igual grado, pariente de un interés por lo temporal inexistente en los siglos medios. Al cabo, una biografía no es sino un reducido ciclo histórico, sujeto a las variaciones y mudanzas de la fortuna. En este sentido, el historicismo de Aubrey está más cerca, a veces, del saber anacrónico y erudito de San Isidoro que del moderno interés en las fuentes de Spinoza. Lo cual no quita (quizá al contrario) para que Aubrey fuese uno de los más eminentes anticuarios de su país. Cuando Aubrey se interesa por las ruinas de Stonehenge, no hace sino sucumbir a un nuevo misterio que afectaría a Pascal, a Leibniz, y a cuantos hombres sospecharon la insondable profundidad del pasado. Dicho misterio, por otra parte, significaba abandonar la versión de las Escrituras y aventurarse en el incierto proceso de la investigación científica. Y eso es lo que, a su modo, hará Aubrey, con la alegre desvergüenza de Chaucer y la rigurosidad de un Bacon.

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