de libros

Vida de celulosa

  • Casi veinte años después, Félix de Azúa amplía sus 'Lecturas compulsivas' con una segunda entrega donde mantiene su propósito de contagiar la pasión por la literatura.

El escritor y académico Félix de Azúa (Barcelona, 1944).

El escritor y académico Félix de Azúa (Barcelona, 1944). / Efe

Como articulista de los llamados de opinión, Félix de Azúa es un polemista brillante que se ha mostrado muy crítico con la deriva reaccionaria de la izquierda o las pretensiones totalitarias del nacionalismo, al que como Savater se ha enfrentado abiertamente. También suele lamentar la decadencia de la alta cultura, el descrédito de la universidad o el abandono tal vez irreparable de la tradición humanística, pero no son propiamente los temas, que tratados por otros pueden sonar consabidos o hasta enojosos, sino su forma de abordarlos -incisiva, chispeante, en la línea batalladora de los philosophes- lo que lo ha convertido en una voz de referencia, menos melancólica que risueña y en todo caso diferenciada de la de quienes se han resignado a la fatal autocomplacencia de los tonos apocalípticos. Es en el terreno del ensayo, sin embargo, donde Azúa, autor de obras ineludibles como Baudelaire y el artista de la vida moderna o el Diccionario de las artes, a las que podrían sumarse las tres entregas de su falsa autobiografía, se ha situado como uno de los grandes cultivadores contemporáneos de la prosa de ideas. De su larga trayectoria como escritor en periódicos o revistas han surgido varios volúmenes recopilatorios, pero hay uno de ellos, Lecturas compulsivas, editado por Ana Dexeus en 1998, que merece un lugar de honor entre sus fieles por ocuparse sobre todo de literatura, siendo no sólo un personal inventario de predilecciones -nacido del entusiasmo, como explicaba el autor, para provocar el entusiasmo- sino también una excelente muestra de la capacidad de la crítica para transmitir -para contagiar- el placer estético.

Casi veinte años después de la aparición de las anteriores, las Nuevas lecturas compulsivas de Félix de Azúa -editadas esta vez por Andreu Jaume, que ya hizo lo propio con los artículos políticos reunidos en Contra Jeremías- se presentan agrupadas en cuatro bloques dedicados a la poesía, la narrativa -"novelas, cuentos, memorias, crónicas"-, el ensayo y la práctica misma de la lectura, sección esta que se cierra con la transcripción del discurso de ingreso en la Academia donde Azúa ocupa el asiento del medievalista Martín de Riquer, a quien rinde homenaje como inspirador indirecto de su novela Mansura. Con razón dice Jaume que el volumen es el complemento idóneo a las aludidas entregas autobiográficas, que prescindían de los datos relacionados con la "vida biológica y social" para abordar, como afirmaba el autor en la segunda y recuerda aquí, la "vida de celulosa" que conceden los libros y convierte a los lectores compulsivos en voluntarios enfermos crónicos, gozosas víctimas de un mal rebelde e intempestivo que se refiere no al soporte, sino a la "voluptuosidad suprema del lenguaje".

Admiramos al Azúa polemista aunque no coincidamos siempre o en todo con sus juicios, pero el crítico de arte o literatura -que por otra parte no deja de razonar como ciudadano- es sin duda un maestro que muestra su talento también en la distancia corta. Las páginas dedicadas a Casanova, Hölderlin o Proust, sobre los que se ha escrito tanto, pueden ejemplificar, entre tantas otras, la forma en que el comentario de ocasión puede transformarse en una pieza con interés autónomo, como ocurre siempre en estas Lecturas. Las armas de Azúa son las que en todo tiempo, desde el padre Montaigne, distinguen a los genuinos ensayistas: la inteligencia, un saludable escepticismo y una dicción clara, alejada de la grandilocuencia o la oscuridad gratuita, cualidades a las que el autor añade la sabia alternancia de registros cultos y conversacionales, el elegante fraseo y la ironía con la que suaviza cualquier amago de contundencia. Tras el "empacho teórico" de la segunda mitad del siglo XX, como lo califica en el artículo dedicado al señor de la Montaña, se agradece una perspectiva que va directamente a los textos y nos deja, entre glosas o entre líneas, una lúcida reivindicación del hedonismo.

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