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Tiempo de silencio

  • Adam Ford regresa en este libro a sus meditaciones sobre la purgante mudez del mundo, que invita a descubrir y experimentar no tanto como una búsqueda sino como un encuentro

El escritor británico Adam Ford, en una imagen reciente.

El escritor británico Adam Ford, en una imagen reciente. / m. g.

Aparte de este En busca del silencio que aquí glosamos, la editorial Siruela ha publicado también los libros El arte de vivir en la ciudad y Galileo y el arte de envejecer del científico y pastor anglicano -ya jubilado- Adam Ford. El librito de Ford viene a ser una guía personal y divulgativa sobre cómo apreciar el silencio, la espiritualidad del vacío, cuando todo ahí afuera se halla profanado por el ruido.

De un tiempo a esta parte proliferan los libros dedicados a la honda vibración de la nada. De ahí El silencio en la era del ruido de Erling Kagge, El silencio de David Le Breton o la muy leída Biografía del silencio de Pablo d'Ors. Puede que esta búsqueda del silencio obedezca a otra moda de tipo trendy, que va gozando de adeptos como ocio alternativo, sobre todo ahora que hemos redescubierto el valor del caminar o, asociada por supuesto a la quietud, la práctica purgante de la meditación.

Aunque el autor es pastor anglicano, la suya es una búsqueda de naturaleza profana

Adam Ford nos habla de su experiencia. No hallaremos aquí ni filosofía críptica ni la profundidad, por ejemplo, de un Mircea Eliade, gran estudioso de las religiones y, en particular, de la mística hindú a través del yoga. Ford no pierde el objeto divulgativo de su librito, que se dirige mayormente a evitar errores de principiante en todo aquel que desee alcanzar el silencio, bien como cura del estrés o, tal vez, como descubrimiento de uno mismo.

El propio Ford cuenta de hecho cómo fracasó en sus primeros contactos con el silencio. En más de una ocasión buscó aislarse en algún que otro retiro programado, pero sin estar preparado en el fondo para ello. Con el tiempo entendería que hay muchas formas de conocer el silencio, de traducirlo cada uno para sí. En el paisaje silente de Inglaterra, sobre las lomas de Cley Hill (en los Wiltshire Downs, cerca del conjunto megalítico de Stonehenge), el joven pastor apreció por primera vez la hermosa, la nítida mudez del mundo primigenio. Por eso para él el silencio no es tanto una búsqueda como un encuentro.

Con la experiencia se aprende a hallar bolsas de silencio en cualquier parte, incluida la ciudad de los mil ruidos. Ford es más partidario de apreciar el silencio en la naturaleza, en especial a través de la observación de los pájaros o del cielo nocturno, tachonado de estrellas y pupilas (una de sus grandes aficiones es la astronomía).

Cierto es que el silencio siempre ha estado asociado a las ascéticas renuncias. Así lo hicieron los cristianos padres del desierto en los secarrales de Siria. Dice Ford que el desierto ha tenido una profunda influencia en nuestra concepción occidental de lo que es Dios. Pero en el desierto beben, paradójicamente, las tres grandes religiones monoteístas. El islam, el judaísmo y el cristianismo nacieron en el desierto. Mahoma, Moisés y Jesús se retiraron a páramos ardientes para reflexionar y volvieron ahítos de inspiración.

En cambio, la sabiduría del Buda bajo el árbol Bodhi supuso una especie de espiritualidad atea. Buda no dejó de preguntarse a través del silencio y halló la naturaleza de la realidad última. Llegó a la conclusión de que no hay un creador divino que sea responsable del universo. Sólo existe el ciclo de la vida y la muerte dominado por el sufrimiento y una posibilidad de alzarse por encima de todo: el noble camino óctuple que conduce al nirvana.

En alusión al sabio silencio de los árboles, el poeta Tagore sugería que debíamos estarnos quietos "porque un árbol es una plegaria silenciosa". Incluso recuerda Ford que existe una tradición folclórica en la India que enseña que los árboles son reencarnaciones de los filósofos: tras una vida entera dedicada a pensar, necesitan descansar de la filosofía para sólo disfrutar de ser en silencio.

Cierto es que desde la lectura cristiana el silencio es un ángulo místico de comunión. El Salmo 46 recuerda: "Estad quietos y conoced que yo soy Dios". Y el Eclesiastés dice que "todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora (...) tiempo de callar, y tiempo de hablar". Una cita del Eclesiastés da título precisamente a uno de los libros más inolvidables del viajero y escritor inglés Patrick Leigh Fermor, Tiempo para callar, que recoge su experiencia en los monasterios de la Trapa en Francia y un viaje posterior a la Capadocia, a las iglesias subterráneas de los primeros cristianos bizantinos.

Con todo, dicho lo dicho, el de Ford es mayormente un libro para la búsqueda profana del silencio. Cada cual alcanza el ingreso en él, cada cual halla a su modo su arropo en él. Reitera varias veces el pastor anglicano su predilección por los grandes espacios naturales. Una vez, de visita a El Chaco en Paraguay, quedó bendecido por la música cantora del silencio, que para él casi siempre viene a ser un trinar de pájaros.

No siempre el silencio resulta ser una bendición. Puede llegar a ser una tortura. Pero aun así quizá sea preferible hoy por hoy a la incesante cháchara de las redes sociales.

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