Claros del bosque

Elena Martín Vivaldi en la periferia propia

  • La poeta Elena Medel inicia con esta entrega dedicada a la autora granadina de 'El alma desvelada' una serie semanal donde reivindicará a ocho destacadas escritoras andaluzas.

En los bancos del Bulevar de Granadinos Ilustres, en la Avenida de la Constitución, se sienta una mujer. A la mujer, que entendemos como mujer y al mismo tiempo entendemos igual que un homenaje -ahora comprobarán-, le han colocado el bolso junto a ella y un libro en el regazo -cabizbaja, absorta en la lectura, rehuyendo a quien quiera observarla-, y no un volumen cualquiera sino uno en el que las flores salpican las páginas, de la forma en la que leen -todos lo saben- las mujeres. Junto a la estatua de Elena Martín Vivaldi, el nombre de la mujer del bolso y del libro y de las flores sobre el papel, a unos metros, espera también al paseante la estatua de Federico García Lorca; él sin bolso y sin flores, mirando al frente, con más fotografías.

El banco de Lorca actúa como centro -no geográfico, sí sentimental- de ese bulevar, y sitúa a Elena Martín Vivaldi en las afueras. Un lugar al que terminó acostumbrándose, por mucho que a finales de los años cincuenta escribiera en el libro Cumplida soledad: "Jugaremos a las cuatro esquinas./ (…) A las cuatro pediremos lumbre,/ y en el centro de las cuatro, yo". No nos referimos a esas "cuatro esquinas" para explicarnos sus ausencias, sino que pensaremos en cinco circunstancias lejos de ese "centro" -lejos de esos focos de atención- que construyeron la periferia propia de Elena Martín Vivaldi.

La biografía de Elena Martín Vivaldi abarca el siglo XX: no se trata de una mera cuestión de cifras, de nacer en 1907 y morir en 1998 -siempre en Granada-, sino que recordar cuanto vivió nos permite recordar al mismo tiempo nuestra historia. Hija de José Martín Barrales -ginecólogo, primer alcalde republicano de Granada, más tarde presidente de la Diputación- y Elena Vivaldi Romero, la futura poeta vive una infancia atípica para su época, quizá ya no tanto para su clase social: el padre, admirado por la inteligencia de la hija, decide enfrentarse a las normas y apostar por su formación. Elena Martín Vivaldi no se educará para diluirse en la familia, sino para ser por sí misma: aprueba el bachillerato -sólo asiste al instituto, masculino, para examinarse-, se diploma en Magisterio y amplía estudios en la Facultad de Filosofía y Letras.

Con la Guerra Civil muere su padre, y Elena Martín Vivaldi -que ya tiene treinta años, y esboza sus primeros versos- gana por oposición una plaza como archivera en Huelva. Inaugura así su tránsito por distintas ciudades andaluzas: la poeta, que centra sus ratos libres en la lectura y en la escritura, vive durante unos años en Osuna como profesora de latín, trabaja en el Archivo de Indias de Sevilla y vuelve a Granada en 1948, donde conseguirá una plaza en la biblioteca de las facultades de Medicina y Farmacia, que dirigirá.

Elena Martín Vivaldi regresa a Granada ya como poeta. Como poeta con conciencia de su entorno, y con conciencia de su tradición: escucha a los poetas andaluces de la desnudez y la esencia, los despojados poemas de amor de Gustavo Adolfo Bécquer y las reflexiones nucleares de Juan Ramón Jiménez, y de forma inevitable ha leído y ha admirado a casi coetáneos como Alberti o Cernuda, y así sonará "la constante/ aldaba de amor sobre mi pecho". Logra editar su primer libro, Escalera de luna (1945), en torno a los treinta años; se enfrenta a la poesía en soledad, lejos de los círculos que articularán la poesía de la primera posguerra, por mucho que asista a algunos debates y ceda sus textos para revistas.

El sitio donde escribe y el sitio desde el que escribe, las fechas de su bibliografía o las circunstancias de su biografía definirán estas varias periferias de Martín Vivaldi. No importa que su debut muestre una voz que es firme y que servirá como punto de partida a obras posteriores, no importa que las constantes de su discurso -el decir clásico y claro al mismo tiempo, buscando el zarandeo y la comunicación, y el desamor y el encuentro con una misma y la naturaleza que refleja la emoción como temas- se desarrollen en los poemas iniciales: Martín Vivaldi no está.

No está en Madrid ni en Barcelona ni en Sevilla ni en Málaga, cuatro ciudades de intensa actividad literaria en sus inicios, sino en Granada: se le aprecia por su amor a los libros, por sus entusiastas y sabias recomendaciones literarias, asiste de vez en cuando al Café Granada de su ciudad y viaja para acompañar al grupo Versos al Aire Libre, pero no está. Está en la escritura: en los cincuenta publica El alma desvelada (1953) y el simbólico Cumplida soledad (1958), e inaugurará su ritmo de dos poemarios por década hasta la de los ochenta, ya jubilada, cuando sume a sus dos entregas habituales la edición en Silene -en Granada, una vez más- de su obra reunida, Tiempo a la orilla.

Con este título, ella misma se sitúa: a la orilla, en el margen, lejos del rumbo habitual y poderoso. En sus primeros años granadinos fuma, viste con pantalones, acude a los bares para hablar sobre literatura con sus colegas -todos en masculino-, vive sola -el desengaño amoroso que atraviesa su escritura le empuja a decidir que no se casará ni tendrá hijos- y gana un sueldo que le permite ser independiente. Esto ocurre en un país en blanco y negro, en una ciudad muy lejana a aquella que le rendirá tributo en el Bulevar de Granadinos Ilustres, años antes de que falleciera junto a un libro de Virginia Woolf; esto ocurre, también, a una mujer perteneciente a una familia vinculada a la República. Fuera de la geografía, fuera de cierta sociedad, fuera de la ideología: tres heridas que duelen al leer versos como ese "elenamente triste", ese "elenísimamente desesperada y triste", con los que se definió esta mujer anticipada.

Porque Elena Martín Vivaldi adelantó el reloj para algunas decisiones, pero su relación con la poesía -parsimoniosa y demorada, atendiendo a lo importante: pensar, corregir- la dejó fuera de la cronología y fuera del canon. Demasiado joven para la Generación del 27, algo mayor para la Generación del 36 -nació tres años antes de Miguel Hernández o Luis Rosales, se anticipó en nueve a Susana March-, incorporada tarde al mundo literario, quizá un olvido marque su propio olvido: no está en la antología Poesía femenina española 1939-1950, que editó Bruguera en 1967, y en la que Carmen Conde seleccionó a las poetas fundamentales de ese periodo. Martín Vivaldi apenas había publicado su ópera prima por entonces, pero Conde no la conoce o no la considera, y su poesía no figura en ese libro importante en su época, ajeno hoy a los lectores y útil para quienes fijan los nombres que se inscriben en la historia. Los poetas granadinos de las generaciones siguientes leerán a Elena Martín Vivaldi, favorecerán que se publiquen sus poemas a nivel nacional -la antología Las ventanas iluminadas, al cuidado de Luis García Montero y Rafael Juárez, vio la luz en Hiperión en 1997-, organizarán congresos y homenajes en su centenario, y aún así no se situará en el lugar que le corresponde a Elena Martín Vivaldi: la mujer que espera en el bulevar, la mujer que quizá no estuviera, pero sí que fue.

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