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Discutido indiscutible

  • Una nueva biografía de Enrique Jardiel Poncela, la más completa hasta la fecha del autor, recorre el fecundo itinerario de uno de los grandes humoristas españoles del siglo XX.

¡Haz reír, haz reír! Vida y obra de Jardiel Poncela. Víctor Olmos. Renacimiento. Sevilla, 2015. 624 páginas. 30 euros.

La otra generación del 27, la llamó López Rubio en su discurso de ingreso en la Academia, refiriéndose a él mismo y a sus compañeros Tono, Mihura, Neville y Jardiel, pero ya antes Laín -como luego Umbral- se habían referido al grupo, más o menos coetáneo de los poetas acogidos a la famosa etiqueta, como los creadores del humor contemporáneo. Hijos de Ramón Gómez de la Serna, padre y maestro de tantas cosas, habían respirado el aire renovador de las vanguardias y aportaron a la polvorienta escena española un cóctel hecho de ingenio, frescura y ligereza. Forjados en las revistas de anteguerra, como Buen Humor o Gutiérrez, y en las colecciones populares, eran castizos y a la vez cosmopolitas, modernos e irreverentes, conservadores y al cabo acomodaticios, cuando se impuso el orden franquista. De todos ellos, junto a Mihura, precursores ambos de los tonos del absurdo, Enrique Jardiel Poncela fue quizá el más talentoso, aunque como escribió el propio Umbral, que sabía de lo que hablaba, Jardiel fue "un genio que se derrochó en mil cosas, y a quien importaba más la vida que la obra".

Suele decirse que Jardiel ha sido maltratado por la posteridad, pero lo cierto es que desde su prematura muerte -había rebasado apenas el medio siglo, sus últimos años no fueron fáciles- se han sucedido, reposiciones de sus comedias aparte, las aproximaciones a su figura o a su obra, por parte de discípulos incondicionales como Rafael Flórez (Mío Jardiel, 1966) y Miguel Martín (El hombre que mató a Jardiel Poncela, 1997) o de familiares como su hija Evangelina Jardiel (Mi padre, 1999) o su nieto Enrique Gallup Gardiel (La ajetreada vida de un maestro del humor, 2001), que ha publicado otras aproximaciones al teatro de su abuelo (El humor inverosímil, 2011), a sus versos (Poesía completa, 2013) o de nuevo a la persona y a la obra (La risa inteligente, 2014). Aprovechando los materiales de los trabajos citados y aportando otros fruto de sus propias investigaciones, el veterano periodista Víctor Olmos, antiguo director de la edición española de Reader's Digest y de la agencia Efe, historiador de la prensa y devoto jardielista, ha montado una biografía muy bien hilvanada que se sirve en gran medida de las palabras del autor madrileño -Jardiel proyectó una autobiografía nunca escrita, Sinfonía en mí, pero ya se había retratado como personaje en cada una de sus obras- y lo ordena todo de un modo tan ameno como eficaz, sobrio y ejemplarmente documentado.

Discutido indiscutible, lo llamó Bonet Gelabert en un temprano estudio de 1946, y es verdad que sobre todo después de la guerra, en la que tomó partido claro por los nacionales, Jardiel tuvo problemas para conectar con el público que lo había jaleado, en parte por el nuevo clima de mojigatería impuesto por los vencedores, materializado en la censura férrea que ejercían verdaderos tarados, y en parte por un sentimiento de incomprensión que, unido a la amargura personal de su última época, lo alejó del éxito que había disfrutado en sus mejores años. Es curioso constatar que a pesar de esa fama de triunfador venido a menos, Jardiel, que lo fue y disfrutó de ello con pulsión hedonista, siempre tuvo enconados adversarios o críticos -de ahí lo de discutido- que negaban el valor de sus obras por frívolas o inmorales, pero ni los censores del régimen que le prohibieron publicar novelas -en Amor se escribe sin hache (1929), Espérame en Siberia, vida mía (1929), Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes? (1930) o La tournée de Dios (1932), más quizá que en sus comedias, había puesto lo mejor de su arte, atemperado cuando se dirigía a los espectadores- ni quienes lo descalificaron por razones políticas, un prejuicio que hasta cierto punto sigue vigente, podían negar su inteligencia, el brillo de su escritura o su don para convertir cualquier página -y escribió muchas, quizá demasiadas, para pagar su tren de vida- en una invitación a la sonrisa.

Sobre sus precisiones biográficas, el libro de Olmos, y este es otro de sus méritos, contiene muchas bien escogidas citas que demuestran lo dicho y valen por una luminosa antología que invita a leer o revisitar las obras de Jardiel, sin necesidad de que aumente la simpatía por el personaje. Alérgico a las izquierdas, según propia confesión, el escritor se declaraba ateo y era demasiado escéptico para reconocerse en el ideario nacional-católico, incompatible, por otra parte, con su vida famosamente disipada. Como muchos misóginos, dependía emocionalmente de las mujeres a las que primero seducía -era lo que llamaríamos un bajito sobrado, muy seguro de sí mismo- y después caricaturizaba, siempre quejoso del maltrato recibido. Esa España pretendidamente sofisticada pero en el fondo zarrapastrosa de carajillos humeantes y mantenidas ingratas puede tener su gracia, pero la gracia que cuenta -aunque quizá le importara menos, como decía Umbral- la puso Jardiel en su obra.

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