Manuel Gregorio González

Americano en las Ramblas

CORRE el tiempo y de pronto somos otros. Hubo una época, hubo un lugar, hubo una España, en la que el sueño de los hombres fue ser americano. Pero no a la manera dislocada y exánime de Elvis Presley, que también, sino al modo taciturno, sombrío, decoroso, de los grandes solitarios del Far West, o esos otros colosos de la soledad y la honra que son los detectives privados. A ese linaje, al linaje del soñador entremetido en polígrafo, pertenece o perteneció Francisco González Ledesma. Sobra decir que, de los personajes que fabuló desde su adolescencia, lo que atrajo a González Ledesma fue, probablemente, no sólo el gesto soberano y la pureza turbia del detective, sino la libertad radical que, a la vuelta, nos trajeron los paisajes desérticos de Norteamérica, así como la libertad minúscula y deslavazada de las grandes urbes.

González Ledesma, junto con Vázquez Montalbán, importó de América aquella libertad bronca y apesadumbrada del huelebraguetas cuando idean, cada uno por su parte, al comisario Méndez y a Pepe Carvalho. Una libertad, si bien se mira, que no es sólo la libertad de juicio, sino aquélla otra de saber cómo corrompe el oro el corazón de un hombre. Por otra parte, y desde el propio apellido de sus héroes, vemos que la Barcelona de Montalbán y Ledesma era una Barcelona híbrida, mestiza, en transversal, cuando Barcelona era la ciudad más cosmopolita y deslumbrante, si no de Europa, al menos de la España preautonómica. González Ledesma fue también el autor de una Crónica sentimental en rojo que le supuso, junto al Planeta, el acercamiento masivo a un público que, a esas alturas (1984), ya se atrevía a mirar, quizá con un profundo desamparo, nuestra historia reciente.

¿Qué decir, en fin, del comisario Méndez? Como otros muchos escritores europeos, González Ledesma escogió al policía, al funcionario probo, y no al outsider de las edge-cities de ultramar, para abismarse en las numerosas formas del oprobio, por donde asoma una España pedestre, avariciosa y roma. De esta particularidad de la literatura continental, de su crucial significado, ya se hablará en otro momento. Digamos, por ahora, que ha muerto a los 87 años un hombre disuelto en la escritura. Que el ángel de la poligrafía lo acoja como suyo.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios