Este año celebramos el Tricentenario del traslado de la Casa de Contratación a Cádiz con cierta nostalgia porque aquella época de esplendor y pujanza, en el fondo, nos recuerda que Cádiz no es capaz de sorprenderse a sí misma desde hace tiempo. La última depresión le atrapó hace 40 años, tras el derrumbe de su industria, y desde entonces no levanta cabeza. La liberación de los suelos portuarios, que debe definir el futuro urbanístico que se dará a unos 300.000 metros de muelles que, con la apertura de la nueva terminal de contenedores, no van a tener un uso portuario a medio plazo, le brinda una ocasión de oro para transformarse. Pero para ello, Cádiz ha de soñar a lo grande. Bilbao se encontraba en una posición similar en los 80. Su base económica, volcada en los altos hornos y también en los astilleros, se esfumó en tiempo récord. Su ría era lo más parecido a una enorme cloaca, una barrera para los bilbaínos. El personal se echó a la calle tras la crisis y las instituciones reaccionaron justo antes del estallido social para impulsar la reconversión desde el más amplio consenso.

El germen estuvo en la necesidad. Cada administración renunció a parte de sus objetivos en favor de unos resultados envidiables. Primero definieron un plan estratégico con criterio profesional y desde una dirección estable. La honestidad, la independencia y la transparencia proyectaron un gran acuerdo desplegado a todos los niveles y afectando a todas las fases de actuación: desde los proyectos a la ejecución de las obras. No contaron con mucho presupuesto, pero se recalificaron los terrenos y las plusvalías generadas financiaron las operaciones que se tradujeron en proyectos con alta densidad de vivienda, comercio, hoteles, amplias zonas verdes y equipamientos deportivos. Como buque insignia, el Guggenheim. No faltaron las críticas y de las protestas no se libró ni el museo, pero siguieron adelante.

Cuatro décadas después, Cádiz, en cambio, sigue en el punto de partida, con la reconversión pendiente, temerosa de los fantasmas, lamiéndose las heridas, en la parálisis por el análisis. Los casos no sólo son distintos, sino que Cádiz no contó con tanta ayuda estatal y autonómica. Esto es cierto, pero aun así el objetivo es el mismo, y la ciudad sigue sin saber qué quiere ser de mayor. Como dice el propio alcalde, José María González, estamos ante "la operación más importante para Cádiz en esta primera mitad del siglo". Y las administraciones, al fin, parecen de acuerdo en lo esencial. Si se hubiesen mirado al espejo mucho antes, habrían dejado de espantar al personal con sus luchas partidistas y su sinrazón. Ahora bien, tampoco conviene dormirse, ya que para una ciudad abandonarse a su suerte, hasta perder el rumbo, puede ser lo más sencillo y aburrido del mundo. Podría resultar hasta temeroso, porque acaba por no ser consciente de lo que le sucede. La rutina, la mediocridad y la falta de hambre son síntomas de esta enfermedad que roza la locura. Y el proceso lento y dramático que lleva al conformismo no sólo puede contagiar a una persona, puede afectar a toda una sociedad. Luego, no es fácil diagnosticarlo, de ahí que tarde tanto en sanar. Lo extraordinario no es que nuestros dirigentes pierdan la imaginación y hasta el juicio, es que los gaditanos lo acepten en silencio. Las ciudades que renuncian a luchar tras muchos desengaños no son las que están peor de la cabeza. Las que tienen un problema grave son las que se dejan ir sin darse cuenta.

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