Cordobeses en la historia

El joven Tempranillo para matar y morir

  • José María Hinojosa nació pobre, creció en la miseria y murió analfabeto, tras crear un estado propio, ascender a comandante y quedar como el bandolero más honrado de la Historia.

CORRÍA el mes de junio de 1805, cuando María Cobacho parió al único hijo de Juan Hinojosa, alias El Gamo, en la aldea lucentina de Jauja. Allí inscribieron a la criatura bajo el nombre de José Pelagio, antes de trasladarse a Montilla, en donde El Gamo siguió buscándose la vida tras los cañones de una escopeta, unas veces a las claras y otras de forma furtiva, cuando no trapicheando con el contrabando. Así sería hasta la fecha en que apareció herido de muerte en un camino. El chiquillo tenía entonces once años y su madre treinta uno. De él se ocuparía por piedad el cura de la parroquia montillana de San Nicolás, mientras de la viuda, pretende lo propio un poderoso terrateniente montillano que ya había comenzado a acosarla tiempo atrás.

Coinciden el imaginario de Fernández y González tanto como los estudios de Hernández Girbal, en que la hija del Corregidor, Clara, desvió su vocación y se colocó de bracero un tiempo. No se ponen de acuerdo, sin embargo, en las razones que le obligaron a "echarse al monte".

La versión romántica del primero, apunta a una disputa en la fiesta de San Miguel, donde un joven quiso forzar a bailar a su novia, desencadenando una disputa que acabó en sangre. La otra, asegura que, a través de un delincuente, apodado El Chuchito, supo el nombre del asesino de su padre y de sus obsesivas intenciones. Así las cosas, el muchacho no duda en acechar al terrateniente montillano a quien mata a la entrada de Aguilar. Luego se refugia en el cortijo Monte Alto y en los brazos de la casera y novia de El Chuchito, Fuensanta. Ella sería quien, tras conocer lo sucedido y verle tan joven, le llamaría por vez primera El Tempranillo. Ella sería también el desencadenante de su segundo asesinato.

Mató a El Chuchito mientras las gentes de Montilla pedían su cabeza por la muerte del terrateniente. Cuando el corregidor intenta presionarlo, encarcelando a su madre, El Tempranillo secuestra a su hija, Clara, y pide un intercambio que provoca otra muerte más. Y así, con tres cadáveres a sus espaldas, y sin vuelta atrás posible, forma su propia partida y comienza un camino idéntico al de tantos bandoleros de su tiempo, distinguiéndose, no obstante, por la fama de hombre cordial y pacífico que iba ganándose lentamente, junto a la complicidad del pueblo llano, mientras las autoridades ofrecían altísimas recompensas por él.

Fue el personaje favorito de escritores como Richard Ford, Merimée o Reinero Dozy que dejaron infinitas anécdotas de su vida, extendiendo su fama más allá de las fronteras de Los Pirineos y convirtiéndole en un atractivo más de este Sur para los primeros turistas europeos, muchos de los cuales cruzaban las lindes de Despeñaperros, ansiosos por vivir la aventura de un asalto a manos de bandolero galante que dejó prendada a más de una dama inglesa.

Él, sin embargo, sucumbió sólo ante un gran amor, María Jerónima Francés, una joven gaditana que murió al dar a luz a su único hijo. Ocurrió en Grazalema, donde las fuerzas armadas habían montado guardia para apresar a El Tempranillo. Hasta allí llegó, para sacar a galope y entre disparos, al recién nacido y a la madre muerta.

Para entonces no era posible cruzar los caminos de Andalucía sin pagarle peaje. Ya podía decir, con toda autoridad que si en España manda el rey y en la Sierra mandaba él. Pero con el tiempo prefirió ponerse al servicio de Fernando VII y acabó alcanzando el grado de comandante-jefe del Escuadrón Franco de Protección y Seguridad Pública de Andalucía, precedente de las fuerzas que, una década después, crearía el Duque de Ahumada: La Guardia Civil.

Sus ex compañeros de partida lo entendieron como una traición y, a traición lo mató uno de ellos, El Barberillo. Y aquel bandolero convertido en comandante, murió a los 28 años. Dejó a su hijo dos casas, un par de yeguas y unos cuantos miles de reales por cobrar.

En el mismo testamento, otorgado el veintidós de septiembre de 1833, dejaron también un párrafo que rezaba: "No firmando por no saber, lo hará a su ruego un testigo". Lo enterraron dos días después en Estepa. Hoy, en la iglesia parroquial de Alameda queda una placa que anuncia aquel enterramiento, mientras que en su aldea natal le recuerdan con otra y le han convertido en reclamo de un turismo que ya no viene del Reino Unido a vivir las emociones que le convirtieron en leyenda viva.

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