Cordobeses en la historia

Primera mujer marino yý cordobesa

  • Ana María de Soto nació mujer y lejos del mar, combatió como hombre en el Atlántico y el Mediterráneo y, tras descubrirse su condición, el rey le reconoció rango y méritos

Debió venir al mundo en torno a 1777, a tantos kilómetros de los litorales costeros como distancia existe entre Aguilar de la Frontera y la mar. Por razones que se desconocen, se sintió atraída por las olas y cambió su nombre de pila, Ana, por el de Antonio, para ponerse ropa de muchacho y alistarse en la Marina, cuando la edad de reclutamiento estaba entre los dieciséis y dieciocho años. Recién cumplidos los primeros y con su nueva identidad, Antonio María de Soto entró, al fin, en los Batallones de la actual Infantería de Marina -la más antigua del mundo- en junio de 1793.

Habían transcurrido siete meses desde su marcha de tierras cordobesas cuando entró a formar parte, como clase de tropa a bordo de la fragata Mercedes y en condición de voluntario, ocupando un puesto en la 6ª compañía del 11º Batallón.

Así se inicia para aquella muchacha de la Campiña cordobesa una vida llena de disimulos y avatares que sólo ella debió saber, porque ningún testimonio escrito quedó de su gesta. Pero es fácil suponer los incontables obstáculos que hubo de salvar, formando parte de una flota compuesta íntegramente por oficiales y marineros varones. Aún así, la fragata Mercedes la llevaría hasta las costas catalanas, donde participó en la defensa de la localidad de Rosas que acabó en fracaso, siendo también testigo de las luchas en Aljama y Bañuls, asistiendo al posterior abandono de estas plazas junto a las tropas con quienes combatía.

En aquella fragata, Ana María debió aprender y poner en práctica todas las artimañas a su alcance, en materia de astucia y combates, antes que la Mercedes corriese su terrible suerte, al ser hundida por los ingleses a doce o trece millas de las costas del Algarve portugués, portando un valioso botín de monedas, codiciado aún en estos días.

Sucedió a principios de mil ochocientos. Ana María había pasado ya a engrosar la clase de tropa de otra fragata que, con el nombre de Matilde, fue partícipe en la mítica batalla del Cabo San Vicente y que enfrentó a la escuadra franco española con la inglesa.

Eran 27 navíos provenientes del puerto de Cartagena de donde quizá partiera también esta mujer soldado. Al llegar al cabo fueron interceptados por los ingleses, que, con sólo 16 navíos, pero amparados por una terrible tormenta, hicieron a nuestros compatriotas huir hacia Cádiz y Algeciras, en donde no fueron bien recibidos por lo que, a todas luces, era ya era un derrota. Ocurrió un 14 de febrero de 1797; una fecha y una batalla -precedente triste, en estrategia y resultado de la que habría de librarse, por las mismas escuadras en el Cabo de Trafalgar, a finales de octubre de 1805- y que se llevó la vida de cerca de mil trescientos marinos.

Ana María llevaba, pues, cuatro años batallando entre los Infantes de Marina. Con ellos entró en Cádiz, tras la derrota, y con ellos sufrió el cerco inglés a esta ciudad y con ellos estuvo en las lanchas cañoneras que la defendieron de aquel intentó de invasión.

La escasa recopilación de su vida y sus hazañas no permite conocer con exactitud los motivos por los que debió someterse a un reconocimiento médico; ya que para unos sufrió una herida de guerra, mientras para otros fue víctima de unas fiebres. Sea como fuere, la exploración puso al descubierto su secreto mejor guardado y aquel doctor consiguió lo que ni la artillería inglesa ni su convivencia con sus compañeros varones consiguieron: desvelar su condición de mujer.

Así las cosas, un siete de junio de 1798, el almirante Mazarredo la hizo desembarcar de la última fragata en la que estuvo, tras cinco años y cuatro meses, al servicio de la Marina Española.

Nada se sabe tampoco de sus vicisitudes en los seis meses restantes, hasta diciembre de aquel mismo año en que, teniendo noticia la Corona de estos hechos, se le concede por Real Orden categoría y sueldo de sargento primero, apuntando que con ello podría dedicarse a atender a sus padres. Un años después, se le reconocen los méritos mediante otra Real Orden que le otorgaba dos reales diarios de pensión y la autorización para lucir sobre su ropa femenina los colores del uniforme de marina; todo "ýen atención a la heroicidad de esta mujer, la acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus apreciables serviciosý". Así fue como la primera mujer soldado de nuestra historia cerró una hoja de servicios y una vida tan peculiar como desconocida y poco reconocida.

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