cruz conde 12

Carta para que mi hijo la lea en 2029

  • Mañana. Europa es el único sueño posible para que España avance en el futuro sin volver a caer en la aldea garrula que proponen unos y la utopía celestial con la que otros fantasean

Un operario coloca una bandera de la Unión Europea en Bruselas.

Un operario coloca una bandera de la Unión Europea en Bruselas. / el día

E SCRIBO este artículo cuando la tarde otoñal y sabatina avanza sobre Córdoba. Lo escribo además después de una larga mañana de calor y movilizaciones en la ciudad, con miles de personas en la calle defendiendo el mundo rural por un lado y la unidad de España por otro. Protestas que también se suceden en el resto del país con distinto signo, sentimiento y credo ideológico, de tal modo que en conjunto convierten el ruedo ibérico, que dijese el visionario Valle Inclán, en la piel de un tambor donde resonasen al tiempo los redobles del incierto futuro con el timbal sordo del ayer. De fondo, además, se observa lo de siempre: la lucha incesante del hombre -ser político por instinto- en pos de alcanzar el poder y transformar el mundo de acuerdo a su criterio, juicioso a veces e iluminado o corrupto a menudo. Tal ambición, que va con nosotros de la cuna a la tumba, la democracia la recoge y regula, pero a lo que hoy asistimos es a otra cosa: al intento de encontrar atajos que les permitan a algunos conseguir sus anhelos de poder sin respetar las normas que estipula el Estado de Derecho pues no les convienen. Personas que utilizan para ello cuantas armas quedan en su mano: bien sea retorcer la Historia, siempre maleable, o bien creando divisiones crudísimas y de claro tono sentimental allí donde antes lo que había eran diferencias de criterio subsanables. Si a eso le añadimos los efectos de una crisis económica de la que aún no hemos salido, que es clave para entender este momento histórico, y la pestilencia de una corrupción que ha carcomido a las dos principales formaciones políticas españolas, lo que tenemos es lo que hoy, 1-0, se verá: un país en conflicto político casi perpetuo donde empieza a temblar todo lo que parecía estable. Una democracia que nunca ha dejado de ser joven y frágil porque sus enemigos externos e internos siempre apretaron en contra, aunque nunca con la fuerza de ahora, y sus partidarios no hicieron las cosas como debían. Una democracia que en los próximos años, no les quepa duda, se jugará el ser o no ser.

En un momento así, con el futuro no sólo de España en juego sino el de la Unión Europea, me es imposible no pensar en mi hijo, que tiene seis años y vive en la absoluta ignorancia de la cruel batalla por el poder y el dinero que es la vida adulta. A esta hora en la que escribo él está en un cumpleaños, en una fiesta de esas en las que hay bolas y tartas y diversión. Alejado de este mundo estúpido de los mayores que no entiende y que espero que no entienda durante muchos años. Pero sé, o al menos intuyo, que este 1 de octubre acabará apareciendo en los libros de Historia y él lo acabará estudiando de algún modo, mientras más breve supongo que mejor, en la Secundaria o tal vez en la Universidad. Puede que entonces, cuando él tenga 18, allá por 2029, le dé por buscar lo que escribió su padre en esas fechas de tensión y esto será lo que verá: una gran bandera de Europa en mitad de una página como símbolo de todo en lo que su padre cree.

Porque, sí, su padre es español, español, español. Español de los que se emocionaron con el gol de Andresito Iniesta, pero no de los que colocan la bandera en el balcón porque ni tiene bandera. Español de los que defienden que cada cual haga lo que quiera dentro de la ley, liberal a la antigua, respetuoso con la fe de cada uno. Defensor también de la democracia que se forjó en los lejanos 70 y que le ha dado a este país los mejores años de su Historia. Español quevediano y al tiempo gongorino. Pero un español que cada vez es más europeo y que odia estos días en los que los nacionalismos periclitados y las utopías redentoras y mudables, que tantos millones de muertos dejaron en este país y en otros, resucitan y convierten a España en una alacena con olor a queso viejo y a sangre podrida. Un español quijotesco, a pesar de las canas, y que cree aún en España, pero que, por encima de eso, cree en el sueño de una Europa unida, solidaria, pacífica, laboriosa y con capacidad de liderazgo mundial. Una Europa pragmática, no sentimental, pero dinámica y esperanzada, no sólo comercial sino también política y humana, en la que las fronteras se vayan desdibujando hasta quedar tan sólo como una leve singularidad cultural e idiomática, no como lanzadas supremacistas dirigidas al corazón. No hay mejor futuro para nosotros que el amplio campo de Europa y no esa vuelta a la aldea garrula o al huerto celestial, colectivista e imposible que no pocos proponen.

Si mi hijo me lee en el mañana me gustaría que supiese que su padre defiende hoy ante cualquiera que le lea ese sueño humanista que nació en Grecia, estuvo en lo mejor del cristianismo, recorre el Renacimiento y la Ilustración, supera los fascismos y los comunismos y funda la Europa que hoy conocemos. Una Europa muy mejorable en tantísimos aspectos pero en la que todavía hoy late el sueño de la razón. Los monstruos del ayer están tocando hoy de nuevo a sus puertas, pero yo, querido hijo, y lo digo más por ti que por mí, espero que sus muros resistan. Es más: te auguro que resistirán mientras aspiro a que juntos en ese lejano 2029 lo celebremos.

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