Toros

La competencia de José y Juan y el testimonio de Bergamín

Muchos han considerado que la competencia de los toreros sevillanos, Joselito y Juan Belmonte, fue una rivalidad más, entre las muchas creadas para fomentar la pasión en los tendidos, enfrentando a dos diestros en el ruedo. Desde la época de Pepe Illo y Pedro Romero estas emulaciones funcionaron como una forma de avivar la necesaria exigencia del torero consigo mismo. Dado que un cartel taurino exhibía siempre una cierta variedad de nombres, la confrontación de unos con otros resultaba inevitable. Sin embargo, a veces, los públicos -y consecuentemente los empresarios- captaron que en ciertos diestros el natural antagonismo, presente siempre en la plaza, cobraba un mayor relieve y los espectadores lo vivían de manera muy radical y apasionada y, por tanto, acudían en mayor número a las plazas, pagando más por verlos.

En la mayoría de los casos, estas parejas rivales se basaban en dos maneras distintas de ejecutar el toreo, debido a que la sensibilidad y las facultades de uno y otro diestro solían ser muy dispares, como ilustra muy bien el ejemplo de Lagartijo y Frascuelo, que, durante muchas temporadas, alimentaron polémicas y discusiones en los tendidos. Dentro de esta tradición se tiende a incluir también a José Gómez Gallito y a Juan Belmonte. Sin embargo, pocas veces se hace hincapié que, en este caso, hubo algo más que una simple rivalidad nominal entre dos toreros, y se convirtió en una confrontación pública de dos concepciones opuestas del toreo, cargadas, además, de repercusiones. Porque una habría de consolidarse y prevalecer, y la otra, poco a poco se iría apagando hasta extinguirse.

Quizás fue la mirada experimentada y precisa de José Bergamín la primera que captó lo mucho que había en juego en el supuesto duelo taurino emprendido por Joselito y Belmonte. Supo ver claro que la verdadera rivalidad no era la que enfrentaba a estos dos diestros. Era algo mucho más profundo: con ellos, cada tarde, se dirimía el destino de la fiesta, tal vez sin que los propios contendientes tuvieran conciencia de ello. Uno, Joselito, se dirigía, con su forma inteligente y apolínea de lidiar, al entendido, al conocedor, al aficionado sabio capaz de comprender una faena de dominio ejecutada sin aparente esfuerzo, pero según las razones depuradas por una larga tradición. El otro, Juan Belmonte, desprovisto de las anteriores facultades pero intuitivo e improvisador, buscó los medios para encandilar a los espectadores, cada vez más urbanos y menos agrarios, que querían sentirse impresionados por lo que sucedía en los ruedos.

Los nuevos tiempos habían traído a las plazas a un público que no se prestaba al largo aprendizaje que exigía entender de toros. Era más fácil y cómodo dejar que los sentimientos se impresionaran por el patetismo del valor, por la exhibición del riesgo o por la supuesta audacia de adentrarse en los terrenos del toro. Como en tantos otros campos de la cultura, por aquellos años, lo dionisiaco triunfaba sobre lo apolíneo, y el cultivo de una sensibilidad, capaz de conmoverse ante el arrojo de un gesto tremendista, desplazaba a la fría racionalidad geométrica de una faena bien trazada.

Posiblemente, aunque Joselito no hubiera muerto tan joven, en Talavera, la suerte de su concepción de la lidia estaba ya echada. De haber vivido más, la permanencia de su toreo hubiera dado más fuerzas a los aficionados que se resistían ante la oleada modernizadora, pero sólo por un breve tiempo. Porque Belmonte había abierto una posibilidad que se aguardaba y en la que algunos diestros ya le habían precedido. Él, con su estilo, respondió a la llamada de una nueva época que, por otra parte, era la que iba a permitir que la tauromaquia se adecuase a los nuevos gustos de los espectadores. Sin estas acomodaciones (como por ejemplo, la imposición, por aquellos mismos años, del peto a los caballos de los picadores) la fiesta hubiera tenido una supervivencia más difícil, aunque envalentonados por estos cambios y alivios, también se introdujeron medidas que conducían exclusivamente a favorecer a los diestros ante la agresividad del ganado.

El mismo Bergamín comprendió más tarde la obligada evolución que afectaba a la corrida. Y él que, en sus primeros escritos taurinos, había descrito de forma tan negativa el toreo de Belmonte -considerando que su feísmo encarnaba una manifiesta decadencia frente a Joselito- rectificó esta opinión en sus trabajos posteriores. Por tanto, sus reflexiones sobre José y Juan, no siempre fáciles de leer por su peculiaridad expresiva, constituyen un punto de partida ineludible si se quiere recuperar la memoria de unos años en los que se sembraron algunas de las virtudes pero también muchos de los vicios que tanto se han prodigado después. De todo ello, los escritos taurinos de Bergamín (reeditados en 20087, en el CSIC) dan un llamativo e inteligente testimonio de primera mano.

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