Toros

El sumario incoado sobre su muerte

  • Aquel 8 de abril de 1962, en Los Corales, un camarero indicaba que la mesa estaba reservada para Belmonte

NO tuve la fortuna de ver a don Juan Belmonte lidiando un toro en la plaza y solamente han sido las imágenes de las escasas grabaciones de viejas películas que me han acercado a un hombre dotado de un magnetismo que te intriga y te emociona al mismo tiempo y que provoca la distracción de analizar su toreo para centrarte en su figura, en sus gestos y hasta en su mirada.

Tengo por cierto que se torea de forma acorde con verdadera identidad del que lidia y si detienes la mirada en esos molinetes o en esas medias del maestro, estás leyendo capítulos de su vida en las también se arrebujó con la realidad no siempre placentera. Mi vocación belmontista ha sido por tanto tardía y con motivo del acontecimiento que de alguna manera me relacionó con su memoria, ha nacido con la lectura de quienes le conocieron y le trataron, el admirable Manuel Chaves Nogales y Francisco Narbona.

La noche del 7 de abril de 1962 llegamos a la Estación de Autobuses del Prado de San Sebastián, Maria Luz y yo, para iniciar una andadura profesional, el éxito que suponía debutar como fiscal en Sevilla (la analogía taurina es inevitable) lo ensombrecía el nerviosismo propio de una responsabilidad seria y con los aditamentos de un viaje de casi 12 horas por la temida Ruta de la Plata con su media fanega incluida y la dificultad de encontrar un alojamiento en Sevilla, en vísperas de Semana Santa, recalamos en una pensión de la calle Álvarez Quintero.

El domingo 8 de abril de 1962, mañana espléndida, nos echamos y tras misa en El Salvador, como buenos forasteros, tomamos contacto con la calle Sierpes y en el inicio de Albareda, unas mesas a la sombra de Los Corales, se acercó el camarero y de manera correcta nos indicó que la mesa estaba reservada. Tras el cambio y larga conversación, la mesa siguió vacía y comenté: "Mal empezamos".

A esa hora en el teatro San Fernando, Sebastián García Díaz pronunciaba el Pregón de Semana Santa. Cincuenta años después, releo las palabras del doctor García Díaz y evoco los acontecimientos que ocurrieron ese Domingo de Pasión y en su acercamiento a lo auténtico del sevillano decía: "El hombre es señor de su tiempo y de su mirada entrenada en el paisaje, un paisaje largo, hondo y sereno en el que todo lo que ve, pueden recorrerlo sus pies y tocarlo sus manos". En esas palabras quiero entender las horas finales de don Juan Belmonte.

Ocurrían más acontecimientos en Sevilla. La prensa daba cuenta de la conferencia pronunciada el día antes en el Mercantil por don Juan Moya García (querido Juan). El señor obispo Cirarda aplazaba una conferencia anunciada en el Colegio Guadaira y en el Villamarín asistí al duelo Betis-Sevilla tras aquellos entrañables pequeños palquitos bien encalados.

Esa mañana efectivamente la mesa de Los Corales no se ocupó, ni se sirvió caña de manzanilla y escueto aperitivo, el cliente esperado, don Juan Belmonte, no llegó. A esa hora buscaba su verdad, a cinco leguas de Utrera, Gómez Cardeña, se vistió de corto, le prepararon su jaca y salió para enfrentarse con la enfermedad, la soledad y la tristeza. Se torea como se es y aquel toro que esperaba, ya estaba visto y no servía.

En el mes de mayo llegó a la Audiencia un sumario del Juzgado de Instrucción 1 de Utrera (uno y único) sumario incoado por muerte, la muerte podía ser un delito, cosas de otros tiempos. Los sumarios por muerte eran muy escuetos, la Guardia Civil identificaba a quien daba la "notitia criminis", avisaba al juez del partido y seguía la presencia judicial que identificaba al difunto y ordenaba el levantamiento del cadáver y la práctica de la autopsia que describia el lugar de los hechos más o menos "como un amplio salón y en una de sus butacas, estaba sentado un varón, que fue identificado como el propietario del cortijo, don Juan Belmonte García, vestía ropa interior blanca, calzoncillo largo y batín azul con dibujo de cachemir, en el parietal derecho presentaba herida, al parecer por arma de fuego de la que manaba sangre, sin que se apreciaran signos de violencia.

En el lugar de los hechos se recogió un revólver negro, calibre 7.65. Del frío relato de la autopsia, dedujo el poeta Manuel Benítez Carrasco: "¡Cómo pudo, cómo pudo, con un torero tan grande, un torillo tan pequeño!".

También se recogió lo que se definía como una carta y que aparecía en el sumario como una pequeña hoja de papel cuadriculado de una libreta de anillas con el escueto mensaje de que no se culpara a nadie de su muerte y la firma perfectamente legible: "Juan Belmonte".

El trámite de la Fiscalía no era otro que comprobar si la investigación estaba completa, si la causa de la muerte era indiscutible y la ausencia de cualquier culpable.

Las diligencias exigían que se acompañara certificado literal de defunción y diligencia donde constara el lugar de enterramiento, para prever cualquier acontecimiento futuro que hiciera necesaria una exhumación, lo que no sucedió en este caso.

Don Miguel Román, excelente sacerdote, párroco de Santa María en Utrera, sevillista acérrimo y belmontista, confortó al amigo con los auxilios espirituales y años después honrándome con su amistad, charlamos de las incidencias que precedieron al funeral de Belmonte en la Catedral y a su entierro en el cementerio católico de San Fernando la mañana del 10 de abril de 1962; porque siendo clara la causa de la muerte, surgió algún reparo a las honras fúnebres y a su descanso en tierra sagrada, el sentido común se impuso y don Juan Belmonte descansa cerca de Gallito, de Sánchez Mejías, de Paquirri, de Espartero y de una parte de la historia del toreo. Esa paz que tanto buscó en la vida la disfruta allí cerca del Cristo de las mieles.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios