La pica en flandes

Francisco J. Domínguez

El paisaje de Peña Águila

AYER volví a Peña Águila pese a que lloviznaba. Las nubes ocultaban en parte el horizonte que se abre desde esta discreta cumbre del corazón de Sierra Morena, pero el paseo allí siempre compensa, porque lo que no se ve se imagina o se recuerda de anteriores visitas. Entre el chubasco y el viento, la Loma de Buenavista y la Chimorra cobran un aspecto aún más agreste y el monte rezuma un aroma suave que contrasta con la dureza de las ruinas de las trincheras de la Guerra Civil que abren amplias costuras en esta cota. Las Umbrías del Castaño, Peña Águila, el Calatraveño y el Cerro del Sordo se convirtieron en una de las líneas defensivas de la República que más aguantaron las embestidas del ejército de Franco, que tuvo que esperar hasta pocos días antes del 1 de abril para vencer esta resistencia, ubicada en un alcor inaccesible. Desde Peña Águila se adivina el Valle del Guadiato y la historia siempre quiso que para pasar de esta comarca a la vecina de Los Pedroches hubiera que flanquear la leve pero abrupta cordillera que las separa. Metido en uno de los nidos de ametralladora de este enclave, se puede contemplar el valle del Cuzna y resulta fácil explicar que Los Pedroches no es un valle, sino todo lo contrario, una inmensa azotea en la sierra, como calificó Juan Bernier a esta tierra. Frente a Peña Águila se adivina la Cañada Real Soriana, que aprovecha los pasos del Guadalbarbo para adentrarse en la serranía. Los pastores bereberes que habitaron estas tierras -guad al-barb significa río de los bereberes- y que tenían su cabecera en el poblado de Kuzna dejaron sus caminos a los castellanos que bajaban cada invierno desde Soria. Su destino se cruzaba en el Calatraveño con los forzados que viajaban desde Sevilla hasta Almadén para trabajar en las minas de mercurio que el gran emperador Carlos V cedió a la familia Fugger para costear las causas justas de la guerra de las que luego hablaría Juan Ginés de Sepúlveda, el cronista imperial nacido en Pozoblanco, que tenía su hacienda en la Huerta del Gallo, quizá Pedrique. Porque los caminos y las cañadas hacen permeable y asequible la sierra, que fue desde siempre tierra de huidos, de marginados, de gentes que se perdían o que se querían perder. Por allí se encuentran los vados del camino Mozárabe que sube a Santiago y retumban leyendas de Alcaracejos como la de la cueva de la Mora o la de Juan Palomo, uno de los Siete Niños de Écija. Cerca de Peña Águila, quizá escuchando las letras del disco Persecución de El Lebrijano, que recuerda a los gitanos masacrados en las minas de azogue, se le apagó el cigarro a Camarón, perdió el camino y compuso las bulerías del Niño Perdido cuando iba camino de Pozoblanco. Todo esto se puede 'interpretar desde Peña Águila, una cumbre discreta; sólo hay que sentarse en una trinchera de la guerra en la debieron morir cientos de hombres hace más de 70 años para desarrollar un amplio ejercicio de memoria histórica.

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