Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Baroja enEl Tablón

VOY a acabar el año hablando del Tablón. Porque, tal como están las cosas, es el único buen colofón que se me ocurre del año, la única verdad como taberna. Muy poca gente sabe que en la Judería hay una mesa en la que se sentó un día Pío Baroja, todavía joven mocetón, andariego y disperso, pero centrado ya en la novela como acción, a corregir su primer manuscrito de La feria de los discretos. Novela de lectura obligatoria, de la que todo el mundo habla pero que muy pocos cordobeses han leído, desvela la superchería, como Las inquietudes de Shanti Andía, de que Pío Baroja era un escritor sólo de narración, pero sin un estilo depurado. Me gusta imaginar a Baroja huyendo del mundanal ruido de Córdoba, del humo más espeso del casino, y refugiado en la mesa de mármol que hay a la entrada del Tablón, con su copa de fino bien olida, saboreada en una lentitud. Mucho de la Córdoba de entonces, mucho de Quitín, de ese palacio viejo abandonado, de esa decadencia de los patios comidos por su maleza de años, late todavía en esta Córdoba de hoy. Queda todavía El Tablón, quedan los estantes de madera como un retablo heroico sostenido en el tiempo, queda esa barra recia, quedan las baldosas que una vez pisó Don Pío escribiendo, quedan los aromas y su respiración.

Otras son ahora las voces y los rostros, pero también el gran Paco Rabal aprovechaba las noches cordobesas durante el rodaje de Juncal para armarse las fiestas junto a esta misma barra del Tablón, en su patio interior que era una juerga pura de flamenco, que era la versión salvaje de la noche como la de Quitín, la hermandad del encuentro sobre el vino como valor dorado refulgente, el calor interior cuando la lluvia golpea duramente la puerta del Tablón. Tiene mucho El Tablón de antigua rebotica, la misma que una vez visitó también Antonio Machado, que en su retiro de Baeza encontró únicamente en la tertulia del boticario y al médico, en las noches de invierno, esa calidez de la palabra para el sitio de encuentro. Una vez hubo en El Tablón un gran perol pagado indirectamente por Manolete: un viejo amigo le pidió trabajo, cuando él estaba arreglando su casa, "aunque sólo sea para poner el pararrayos", y el torero le dio un buen fajo de billetes. El hombre llenó la despensa de su casa y con todo el dinero que sobró organizó un banquete en El Tablón, donde corrieron bien el vino y el mejor arroz con gambas, a la salud de Manuel Rodríguez Sánchez. Todo esto lo cuenta mucho mejor que yo Rafael, que es la memoria viva del barrio y del Tablón, con esa cualidad del tabernero que sabe que la vida cabe dentro. Feliz Año Nuevo.

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