la ciudad y los días

Antonio Manuel

Verde sobre fondo negro

EL lienzo es rectangular pero no alargado. La franja superior es negra y ocupa el espacio equivalente a la proporción humana, cordobesa o andaluza. Justo debajo, una delgada línea violeta. El resto es verde. Luminoso. Vivo. Como hecho de vida. No recuerdo en qué ciudad centroeuropea, gris y fría como casi todas, Carlos Cano arrancó impulsivamente un puñado de hierba y se la llevó a la nariz: "No podía soportarlo más, me asfixio, necesitaba oler a Andalucía". Eso hizo. Eso dijo. El verde de ese cuadro huele exactamente a lo mismo. A vida vivida y por vivir. Las líneas que divide el lienzo son rectas, paralelas y perfectas. Cualquiera se jugaría un brazo a que el autor las trazó primero con una regla para después inundarlas de color. Y no. No fue así.

Durante una entrevista que concedió a una televisión extranjera, el pintor desnuda su creación con el erotismo de quien esconde infinitamente más que enseña. En un primer plano, el lienzo está pintado de negro. Completamente. Como la noche oscura del alma. Novilunio sin estrellas. El color de la contemporaneidad que termina enfermando a la opinión publicada y a quienes contagiamos con ella. Agencias de descalificación que rebajan la nota de nuestras economías. Presidentes de Gobierno que exigen ser preguntados como al oráculo de Delfos, para responder sin respuesta como una vidente televisiva. Recortes a quien lo necesita para entregárselo a quien le sobra. Comedores sociales desbordados que no encuentran otra solución que verter más agua al único guiso del día. La Seguridad Social que consume la gasolina de reserva para pagar las prestaciones por desempleo y jubilación… Y anuncios de refrescos que demonizan asquerosamente nuestro modelo de Estado plural (el único que existe y ha existido siempre), para enarbolar la camiseta roja como la panacea para todos nuestros males. Un amigo la colgó del balcón antes de las elecciones generales. Estaba en paro y confió en ella la salida de su crisis personal. Hoy verá el partido convencido de que esa bandera encontrará el empleo que todavía no tiene. Con un refresco en la mano.

El creador protagoniza una escena de diez segundos tiñendo el negro con una estela de color violeta. Ancha y deforme. A brochazos cortos. Todo fue un sueño, me explica. Imaginó una arboreá de utopías en mitad de la muerte que fue menguando como la vida a medida que transcurren los años. Sin embargo, no la eliminó. Todo lo contrario. Cuando se acerca la muerte crece lo vivido. Y por eso colmó el cuadro de vida. De verde. El color que alimenta etimológicamente la verdad. Mientras más mueres, más eres. Porque no somos lo que tenemos: somos lo que damos. Y como decía mi admirado Henrik Ibsen "si lo dieses todo, menos la vida, has de saber que no habrías dado nada". Tu balance vital será el saldo contable de lo que has dado. No el debe ni el haber sino lo que debería haber. La tumba de mi hermano Mansur Escudero no lleva su nombre. Apenas una celosía. Porque lo dio todo. La vida. La verdad. Y el verde que inunda lo negro manteniendo intacto un hilo violeta de sueños alcanzables.

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