reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La Clandestina

AHORA que este calor cuartea la correa de piel de los relojes, enfurece las ganas de adentrarse en el mar y jalea la tensión de la trampa política, el libro vuelve a ser una calleja solitaria de luz. En Cádiz, en la librería La Clandestina, el libro es ese espacio meditado de luz, de caricia en la tarde de la brisa despierta. El concepto no es nuevo, pero sí su frescor: entras por la puerta y lo que encuentras es una gran vitrina, de una pastelería con recato de oficio, con la excelente tarta de zanahoria con su masa integral. Luego, a continuación, la barra, con una excelente cerveza ecológica fermentada dentro de la botella y todo tipo de zumos, combinados y, por supuesto, café, que es el condimento habanero imprescindible de cualquier lectura con vocación de alquimia.

Después, al fondo, los libros. Porque La Clandestina, en la calle José del Toro, a un tiro de piedra -o de libro- de la plaza de San Agustín, tan cerca de San Francisco, de la plaza de la Mina, con ese viento atlántico perlado entrando por las calles de salitre interior, es un bar librería, o una librería con bar. O, mejor, un café-librería, porque nunca va a haber, a diferencia de lo que sucede en algunos modelos parecidos, un estruendo de vasos que rompa la lectura. La Clandestina, en Cádiz, es esencialmente una librería, no un local de copas que utilice los libros como una imantación, como un pretexto, para pedir el gin mientras leemos el primer libro póstumo de Carlos Edmundo de Ory. En La Clandestina, por muy buena que esté su repostería aparente, el principal concepto son los libros: muy bien elegidos sobre los anaqueles de la pared del fondo, colorista y fecunda, muy ordenada y alta, con presencia estelar de Stefan Zweig, una nueva novela de Andrés Barba, los poemas de Ryszard Kapuscinsky, el nuevo poema largo que ha escrito Javier Vela y los cuentos completos de Roberto Bolaño. Digamos que La Clandestina es un embrujo dentro del embrujo cenital de Cádiz, del Café de Levante, de La Caleta alzada en la sombra maciza de Fernando Quiñones, que fue a mirar el sol sobre la barca mínima del sueño.

Una ciudad con una librería como La Clandestina es capital cultural por su propio designio, por la entereza de una voluntad que se basta a sí misma para saberse única. En La Clandestina podemos desayunar, dejar pasar el tiempo con la versión bilingüe de Verlaine, ver atardecer mientras se llena el Bar Terraza y llega hasta nosotros un aroma salino desde el Campo del Sur. Quizá La Clandestina, su estilo colorista, su frescura libresca, podría haber estado en Nueva York, París o Buenos Aires. Pero ha nacido en Cádiz, que es la mejor manera de ponerse en el mundo.

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