ENTREVISTA · ANTONIO GALA

"Jamás he aspirado a la felicidad"

  • El autor de ‘El manuscrito carmesí’ considera que Córdoba debería haber sido, por sus méritos históricos, la segunda ciudad después de Atenas en recibir el título de Capital Cultural de Europa

Una luz quirúrgica le remarca el gesto y los silencios. En la tranquilidad del despacho no se adivina el bullicio de gente que en la planta baja de la fundación asiste al congreso sobre su obra. Tiene cerca su bastón y una copa con agua. Ha comido en El Caballo Rojo y ha tomado café con Manolo Sanlúcar. Dice sin rodeos lo que piensa pero siempre atento a la elección de la palabra precisa, concreta, necesaria.       

–¿Hay algo que no haya podido expresar con la palabra?

–Creo que no. La palabra sirve para expresar, es el común denominador de los seres humanos. Quizá hay cosas que no necesitan la palabra para expresarse. El amor necesita la palabra, aunque no del todo ni hasta el final. He escrito mucho y creo que he expresado cuanto quería decir con la palabra. Si no he podido llegar no es por defecto de ella sino por defecto mío.

–¿Cómo se lleva con sus recuerdos?

–Soy de recordar poco. Una vez que he corregido las galeradas de un libro, no vuelvo a leerlo. No me recreo en mis libros. Entre los recuerdos íntimos hay algunos que son inolvidables y que se expresan de vez en cuando en ráfagas de dolor o alegría. Evidentemente, hay recuerdos míos que me hacen; yo soy una historia, como todos. Recuerdo que con dos años el ama me dijo “guarro” porque estaba haciendo pipí en la Mezquita. Pero no me interesa la recreación de la creación. Miro hacia delante, no hacia atrás.

¿Cómo le ha tratado la vida?

–Me ha tratado como yo la he tratado a ella. Hemos sido compañeros de camino. Pero se interrumpirá, definitivamente. Supongo que no tardaré en interrumpirme. Yo soy mi vida, y nada más.

–¿Qué le queda por escribir o por decir?

–Muchísimo. En estos momentos estoy escribiendo una novela que no tiene nada que ver conmigo ni con mis novelas anteriores ni siquiera con la novela. Se basa en los apuntes asquerosos y desastrados que toma una novelista fracasada en Venecia y a los que no acaba de dar forma. Es el lector el que tendrá que reconstruir la obra de una manera personal. Es una novela que cada uno leerá de una manera. Nunca hubiese pensado que escribiría una novela de este tipo, tan intencionadamente desordenada. A un escritor siempre le quedan cosas que decir. En España suceden tantas barbaridades y arbitrariedades que temas para La tronera –su artículo de opinión en el diario El Mundo– tendré mientras viva.

–Si le hubieran dado la posibilidad de emular a Dorian Gray, mantenerse joven y vital y que el paso del tiempo por su persona se reflejara en un retrato, ¿habría aceptado?

–Creo que sí. Porque Dorian Gray aprende; no se desfigura pero interiormente asimila. Por otra parte, hay gente que me pregunta si tengo un pacto con el diablo. Yo respondo que sí pero que él no lo cumple.

–¿En qué consiste ser feliz?

–Jamás he aspirado a la felicidad. De la felicidad nos damos cuenta en el momento en que comprendemos lo bien que estamos cuando no nos duelen las muelas. La felicidad es una chica mona vestida de gris que viaja con nosotros en un tren. De repente viene el revisor y pregunta por ella. Miramos y no está. Era la felicidad y se ha apeado. En Córdoba.

–¿Ha sido un hombre utópico?

–En el estricto sentido de la palabra, no. Pero la utopía, en el sentido en que la define Tomás Moro, es algo a lo que uno puede irse acercando con esfuerzo. Cada uno tiene sus propias utopías. Yo creo, sin embargo, que soy bastante realista. Esta mañana –ayer para el lector– me han dicho que pertenezco a la generación realista del teatro español. No es así. El realismo de Los verdes campos del Edén es un realismo poético. Yo planteo una realidad transformada, intencionadamente manejada para algo.

–En el teatro que es la vida, ¿qué papel le hubiera gustado representar?

–Creo que no hubiera representado ningún papel ya escrito. Siempre me hubiera representado a mí mismo. Soy profundamente sincero escribiendo. El teatro siempre tiene un poco de falsedad intencionada, dirigida, controlada y utilizada. Yo no me atrevería a eso. He escrito de todo: novela, ensayo, teatro, poesía... Si hay algo que está como denominador común y peana de todo eso, es la sinceridad.

–¿En qué cree Antonio Gala?

–En el ser humano, a pesar de todo. Hay muchos pesares y muy grandes. Hay movimientos que te empujan a dejar de creer en el ser humano, pero sigo creyendo en él. A pesar de las guerras, las destrucciones, el terror. El otro día me preguntaron: “¿Usted cree que todavía hay mitos?”. Por supuesto que sí. Los islámicos e islamistas conviven con ellos y quieren recuperar Al-Ándalus. Es el gran sueño de todo el Islam. Me hablan de Córdoba como Capital Cultural de Europa. Yo no sé si Córdoba tiene suficientes infraestructuras, pero en concepto Córdoba debería haber sido por obligación la segunda Capital Cultural de Europa después de Atenas. Séneca, Lucano, Averroes y Maimónides todavía no eran españoles cuando eran cordobeses. Por otra parte, quiero recordar que la primera traducción al árabe de El manuscrito carmesí la paga un señor de buena familia que se llamaba y se sigue llamando Ben Laden.

–¿Cómo le ha tratado Córdoba?

–Regular. Córdoba es un poquito desdeñosa. Su mayor virtud en abstracto y su mayor defecto es el desdén. Un día iba caminando con Miguel Narros por la ciudad. Le pedí que me condujera él a la Mezquita y paró a un niño para preguntarle por dónde se iba. Le preguntó: “¿Vamos bien hacia la Mezquita?”. El niño dijo:_“Por aquí desde luego que no”, y siguió andando. Eso es muy cordobés. Un día José López Rubio trajo a Córdoba un descapotable rojo subyugante, último modelo, se paró junto a la Mezquita y se formó un círculo de personas en torno a él. En Córdoba entonces todos los coches eran negros. Había un niño muy pendiente del coche y López Rubio le preguntó: “¿Quieres dar una vuelta conmigo en el coche?”. Y el niño respondió: “¡Si yo tuve uno igual y lo tiré!”. Eso es Córdoba. Ese es el desdén de Córdoba, que a veces forma y es útil y a veces desagrada. Yo no he buscado nunca el reconocimiento ni el agradecimiento. He hecho lo que creía que tenía que hacer. Soy esencialmente un hombre honesto. Y quiero a Córdoba. Ahora me corresponde. En otros momentos me ha ignorado.

–¿A qué le tiene miedo?

–A la deslealtad, porque es algo que te sorprende. Me da más que miedo. Es el mayor de los crímenes. En realidad, todo crimen en el fondo es una deslealtad.

–¿La humanidad tiene arreglo?

–Posibilidades de perfección las tiene todas. No es perfecta y lo sabe. La humanidad no quiere morirse del todo y se fuerza a creer que después de la muerte hay algo. Entonces vienen todos los videntes y los chamanes y los curas de todas las religiones a decir que la eternidad existe y que habrá un juicio y todas esas cosas. Yo no creo en nada de eso. Soy un agnóstico sereno. Una cosa son las opiniones y otra los dogmas. Acepto que se me intente cambiar de opinión, pero no lo irracional. La fe es irracional. Es ciega pero además es tonta. La vida debe ser vivida con todas sus consecuencias. Y la muerte también.

–¿Cuál es la palabra que mejor le define?

–Me define la certeza de que soy capaz de decir yo y no, dos palabras breves pero definitivas. Me definen bien. Yo, que soy distinto de los demás, y no ante lo que se me quiera imponer y yo no trague. Son mi equipaje fundamental, más que la palabra amor. Mis dos muletas para andar.

–Su nombre nunca aparece en las quinielas de los premios Cervantes o Nacional de las Letras. ¿A qué cree que se debe?

–No lo sé. No me lo he preguntado. No soy aficionado a los honores convencionales. Este congreso se ha hecho sin mi consentimiento expreso. También podría alguien preguntar cómo es posible que no sea todavía miembro de la Real Academia de Córdoba. Se me ha ofrecido, pero yo no he contestado hasta ahora, cuando he aceptado ser académico de honor.

–¿Vio el lunes el debate?

–No. Estaba en un acto de recepción del congreso. Vi el primero. Soy muy escéptico respecto a las campañas electorales. Me parece que cada uno ya tiene en su corazón el sí y el no, ya sabe lo que quiere aunque sepa que todas sus esperanzas no se van a cumplir en un bando o en otro. La reducción a dos bandos es triste. A mí la política me interesa muy poco; si no, me habría dedicado a ella.

–¿Su mejor obra es la fundación?

–Sin duda. Me satisface mucho que desde ciudades alemanas o iberoamericanas me pidan los estatutos de la fundación para hacer algo que se le parezca. Cuando yo era pequeño echaba de menos el contacto con creadores. La fundación permite la fecundación cruzada: te enriqueces al mismo tiempo que tú enriqueces al otro. Una reciprocidad invisible. Adoro la idea de la fundación. Ahora tenemos una promoción muy homogénea. En realidad, no siempre es bueno que se lleven todos tan bien y sean tan pacíficos. A veces un poco de pique no es malo. Mi conclusión es que los que mejor están trabajando en la fundación son los pintores. 

–¿Sigue teniendo perros?

–Siempre tengo tres. Se llaman Ariel, y no por Ariel Sharon sino por el genio de La tempestad de Shakespeare; Rampín, por La lozana andaluza de Francisco Delicado, y Mambrú, un bodeguero andaluz muy gracioso que me ha enseñado que un perrillo puede tener sentido del humor. Adoro a los perros. Me gustaría escribir un libro sobre todos los que he tenido.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios