Cultura

Para preferir la vida

  • La editorial Malpaso continúa su idilio literario con Kurt Vonnegut mediante la publicación de 'Cronomoto', una divertida aproximación al caos considerada el testamento literario del autor

Quizá convenga comenzar este artículo recordando que Kurt Vonnegut (Indianápolis, 1922 - Nueva York, 2007) sustituyó a Isaac Asimov al frente de la Asociación Humanista de EEUU, de la que fue presidente honorario. Vonnegut se refirió a menudo a esta circunstancia como un honor de altísimo grado, en correspondencia con un ideario, el suyo, adscrito a la defensa de las libertades civiles y contrario a las tiranías así como a las fundamentales formas del poder político alienadas en la superstición. Al mismo tiempo, Vonnegut, que sabía reírse de sí mismo como seguramente ningún otro escritor norteamericano de su generación, daba buena cuenta sin tapujos de todos los quebraderos de cabeza y las dudas que semejante responsabilidad suscitaba en su ánimo. Me parece interesante, en cualquier caso, recordar al autor de Las sirenas de Titán como un autor de la escuela humanista, si es que acaso podemos identificar todavía una escuela cualquiera como tal. En su desconfianza hacia las generalidades y totalitarismos, en su manía de buscar las cosquillas de los paradigmas, en su invocación de la desobediencia, en su proverbial escepticismo y en su voluntaria soledad (la escritura de ciencia-ficción, en la que creía lo justo, representaba, a la manera zambraniana del poeta, su manera de estar solo y de defender la soledad en la que estaba), Vonnegut es un discípulo ferviente de Erasmo; casi no resultaría difícil considerar su obra como notas al margen para el Elogio de la locura, empezando por Matadero cinco. Pero en Vonnegut el humanismo se manifiesta también, incluso con más énfasis, en lo formal. Sus mejores novelas son una combinación flagrante de ficción demente, confesiones, diarios, críticas, más notas al margen y algunos chistes. Para ello escribió desde sí mismo, desde manos ajenas y desde algún que otro álter ego de genial articulación; es decir, a la manera de los preclaros humanistas como el mismo Cervantes, con quien Vonnegut también debió tomarse más de un vermú. Por no hablar, sin salir del canon de la literatura española, del Lazarillo y su deliciosa confusión de (auto)biografía, novela y material didáctico en negativo, algo que también es competencia directa de Vonnegut. Es decir: ahora que parece que la mescolanza entre ficción y no-ficción ha sido señalada por la posmodernidad como el invento definitivo para sacar a la literatura del callejón sin salida (urdido por ella misma) en el que se metió a cuenta del agotamiento de las vanguardias, resulta que los humanistas ya encontraron en esta estrategia durante el siglo XVI el mejor modo para decir lo que querían decir. Se sentaban allí en la misma mesa la voz del maestro, la del discípulo, la del escritor, la del lector, la del cuentista, la del filósofo, la del cómico y la del sabio para que el libro, constituido en sacramento tras el éxito de la imprenta por el propio humanismo, llegase a ser, en consecuencia, un artefacto plenamente humano y no doctrinal. Este mismo espíritu es el que guía la escritura de Vonnegut, quien, con los años, fue prestando más espacio a la confesión propia (insertada cual saeta en su tiempo) sin dejar de hacer, por derecho, ciencia-ficción.

Viene todo este sermón a cuento porque la editorial Malpaso mantiene felizmente su idilio con Vonnegut y, tras La cartera del cretino y Que levante mi mano quien crea en la telequinesis, acaba de lanzar por primera vez en lengua española (con una sensacional traducción de Carlos Gardini) Cronomoto, título aparecido por primera vez en 1997 y considerado el testamento literario del autor, al menos en lo que a novela se refiere (aunque también cabrían aquí algunos matices). Asistimos por tanto a un Vonnegut crepuscular, en el que el escepticismo se expande pero en el que la conciencia de que no queda mucho tiempo por delante agudiza y aclara las intenciones. El tiempo es, precisamente, el quid esencial de la historia. Cronomoto relata los acontecimientos derivados de una falta de confianza del universo, que llega a detener su expansión el 13 de febrero del 2001; en consecuencia se registra un cronomoto (algo similar a un terremoto localizado en el tiempo), de manera que se produce una regresión en la Tierra de diez años y el mundo despierta el 17 de febrero de 1991. La población del planeta se ve obligada así a repetir todo lo vivido en la última década, paso por paso, pues el libre albedrío es imposible. Pero el mayor problema no es en la novela de Vonnegut el peso asfixiante del determinismo sino la libertad depositada en los seres humanos cuando, diez años después, el calendario vuelve a señalar el 13 de febrero de 2001: después de tan inestimable plazo de clemente comodidad, ahora la especie debe volver a tomar decisiones sobre qué hacer y cómo gobernarse. El verdadero protagonista de tal delirio es Kilgore Trout, el jocoso álter ego de Vonnegut, un escritor de ciencia-ficción nunca premiado en Suecia que fue el único en vaticinar el desastre y que tiene las claves para un futuro en el que la capacidad de decisión parece estorbar más que su ausencia. Si esto no tiene que ver con Erasmo ni Cervantes, que venga Dios y lo vea.

En el primer capítulo de su novela, Vonnegut sienta el precedente que alimenta y dota de sentido al resto: los seres humanos, a menudo extraterrestres para sí mismos, viven convencidos, en el fondo, de que la vida es una mierda. Así lo demuestran la religión (Vonnegut adora las Bienaventuranzas, pero considera que la conclusión que ofrecen es la misma), la cultura y la familia. Sólo The Beatles, afirma, lograron ofrecer otra cosa. Preferir la vida requiere, entonces, de un aprendizaje. Y Cronomoto no es mal manual.

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