Crítica de Música

Autopsia secreta en Roswell

Bill Frisell

Fecha: 10 de julio. Lugar: Gran Teatro. Media entrada.

Lo que pasó en 1974 en aquel rancho de Nuevo México sigue siendo hoy un misterio. Como misteriosa es la relación de Córdoba con el jazz. Una ciudad que tuvo un más que digno festival dedicado al género, que sabe paladear la buena música, y cuyos adeptos se suponen por centenares, no puede permitirse dejar pasar ante sus narices platillos volantes de la brillantez de Ribot, Gambale y Frisell sin propiciar aforos decentes al Gran Teatro. La persistencia del Festival de la Guitarra en programar jazzeros se tiñe de heróica dado el trato recibido, pero el cruce de caminos está ahí, aunque pensar en la cita anual hexacordera sin contar con estos seres de otro mundo sería como amputarle un brazo. Y ya se sabe que eso no es bueno para tocar la guitarra.

Bill Frisell salió el viernes sonriendo. ¿Qué podíamos esperar? Telecaster en mano nos hizo de sopetón viajar por el desierto en un Cadillac Eldorado descapotable de 1970, mientras fuera, decenas matojos rodantes nos perseguían inquietantes. Fue un concierto limpio, pulcro, higiénico, aparentemente simple pero para nada sencillo, muy pulido, basado en su reciente Guitar in the space age, en el que las cuerdas son capaces de evocar tal cantidad de paisajes, situaciones, escenas de películas, noticias, personajes o pasajes literarios que el pase de diapositivas mental es ejercicio obligado para el que escucha. Este artesano del sonido, cuidadoso en extremo, suena antiguo y contemporáneo a la vez, sincero y polifacético, es capaz de experimentar haciendo que parezca lo más natural del mundo. Con un solo acorde Bill homenajea a un par de docenas de disparatadas referencias, desde el Pequeño Saltamontes al atardecer, al cadáver de Laura Palmer, o párrafos de Miedo y asco en Las Vegas, para rápidamente volar hacia James Ellroy, Edward Bunker o la autopsia a los extraterrestres de Ray Santilli, y retorna ipso facto a una comuna hippy donde el LSD campa a sus anchas y se hace el amor a todas horas. Si, agotador, pero sin moverte de la butaca. En trance.

Y luego están los paisajes. Nostálgicos, abruptos, curtidos, polvorientos, rocosos… se atreve a versionear por libre Turn turn turn de The Byrds o a los Beatles, y otra página del álbum de cromos comienza a llenarse de sorpresas con olor a cartón. Los sesenta garabateados con carboncillo entre psicodelia y surf, con regustos a Ry Cooder y Wenders, ese pie jugando limpio con los pedales, rozándolos para que no sufran, porque ni un miligramo de altisonancia cabe en este guión de efectos bien jugados en una partida a la que Greg Leisz con su pedal steel añade enteros en la cotización.

Completando el pasaje, Tony Scherr al bajo y Kenny Wollesen a la batería, todos con un concepto muy orquestal en la cabeza, como la coreografía sincronizada de los electrones de un átomo de helio, como Clin Eastwood en el claustrofóbico tiroteo de Sin Perdón, atmosféricos a rabiar, meticulosos como una autopsia secreta en Roswell.

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