Crítica de Música

Una toalla sobre el 'ampli'

rosendo + hijos del hambre. 'Mentira me parece'. Fecha: sábado 4 de julio. Lugar: Teatro de la Axerquía. Lleno.

Empezaré diciendo que el rockero mas venerado de Carabanchel es irrepetible. Suena a Perogrullo. Lo sé. Pero por algún sitio tenía que empezar tras verle hacer levitar al Teatro de la Axerquía en el Festival de la Guitarra. Su presencia patrocinó un llenazo que primero vibró con la racialidad de los cordobeses Hijos del Hambre y luego perdió la cabeza con el ayer y el hoy de un Rosendo carismático y visceral, que se merendó la noche con su labia campechana, su rock pasional y sus modales indisimulados de menda de barrio. Poco ha cambiado su perfil con el paso de los años. Mantiene intactas sus habilidades, su desgarbado aspecto, su capacidad de convocatoria, sus piernecillas bien apostadas ante el micro, y su provocadora y nada sutil literatura. Y con ese manojo responde sin fisuras a las expectativas, sirviendo en bandeja lo que el público ha ido a ver: una leyenda del rock nacional que sacude bofetadas con sus letras y metrallea con su guitarra de sonido unicelular.

En estos días en los que parece que se compite a ver quién acumula más parafernalia, quién coloca sobre sus canciones más capas, superpone más arreglos en sus conciertos, hace mayor acopio de instrumentos y amontona efectos visuales, el melenas consigue el apabullante resultado de la otra noche con un sencillo trío de guitarra-bajo-batería. Puede sonar a toda una lección de cómo optimizar recursos, a una exposición de sabiduría, en la que menos es más y no importa quién la tiene más grande. Me atrevería a decir que a Rosendo no le haría falta ni siquiera la base rítmica para seguir zampándose el bollo con toda solvencia, tal es su envergadura y crédito.

Fue una noche sin sorpresas. Tal y como el guión hacía prever fueron cayendo algunas de sus letras mas recientes y otras menos jóvenes, todas encajadas en un convoy rockero en el que nada resultó fuera de lugar, sin altibajos; un guión martilleante en el que unos pocos acordes hacen el milagro por el que algunos pagarían con su alma. Rosendo es fruto de una coyuntura, de una época, y por eso su figura es única. El ansia de libertad de finales de los 70 le parió con un marchamo que aún hoy luce orgulloso, y que le permite ver las cosas con la perspectiva de quien no ha estado apoltronado en el sofá dejando pasar los años. En su bolo reivindicó los cambios como motor de regeneración y masculló improperios contra los ladrones, mientras intercalaba solos y riffs de guitarra de los que cualquiera adivinaría su autoría con los ojos vendados. Se despidió con la atemporal Maneras de vivir, un himno en el que no han hecho mella ni las décadas ni las generaciones ni los gobiernos, coreado con estrépito por una Axerquía altiva, sin edad ni rencor, mientras la sempiterna toalla blanca de Rosendo lucía sobre el ampli como un símbolo irrepetible.

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