De libros

Memoria de un caballero

MEDIADO el XVIII, Masson de Morvilliers se preguntaba, con grave petulancia, no exenta de retórica: "¿Qué se debe a España?". Apenas había pasado un siglo de El Quijote, de Quevedo, de Calderón y Lope, apenas había pasado un siglo de Velázquez, y la Europa ilustrada respondía: "Nada se le debe". De este secular olvido fueron responsables tanto el crepúsculo del imperio Habsburgo como la noción adversa que los nuevos imperios, Gran Bretaña y Francia principalmente, deslizaron sobre los peninsulares, cubriéndonos con el astroso manto de la leyenda negra. Así, no deja de ser un singular misterio que fuese un caballero inglés quien explicara a los españoles la reciente Historia de España, allá por los 60/70. Ese caballero se llamó Sir Raymond Carr, y a él se debe una de las obras más celebradas y tempranas sobre la España contemporánea (su Spain, 1808-1939, publicada en Oxford en 1966), luego ampliada sucesivamente hasta convertirse en el España 1808-1975 que hoy conocemos.

Con esto, como es obvio, no se está ignorando al resto de los hispanistas anglosajones, todavía hoy numerosos, y mucho menos a la ingente historiografía española de aquella hora. Sí se debe decir, no obstante, que la obra de Carr ha sido uno de los manuales más difundidos y profusamente leídos desde entonces, y esto quizá se deba a ese modo particular de la historiografía británica, entre la narración y una meditada asepsia, que establecía una distancia necesaria sobre hechos que, durante la Transición, aún conservaban una excesiva carga de dolor y de amargura en la memoria de los españoles. En este sentido, recuerdo ahora una sutil apreciación de Carr sobre la posguerra española y aquellos cines de sesión continua que permitieron soñar tímidamente a una población exánime, maltrecha y asediada. Sea como fuere, a Carr se debe una visión de conjunto de la Historia contemporánea en la que la decadencia española, y su discreto resurgir tras la muerte de Franco, viene escandida en guerras: la guerra contra Napoleón, seguida de las tres guerras carlistas (y los innumerables pronunciamientos intermedios), hasta dar en la guerra civil de 1936. Que España haya llegado a ser una democracia estable con tales antecedentes no deja de ser un formidable enigma. Como también lo es que la historiografía británica, quizá movida por un rescoldo romántico, se interesara por las cuitas de un país al margen de las grandes decisiones del XX.

Romántico o no, el impulso que trajo a Carr a tierra española ha dado un fruto perdurable. Al cabo, un hombre sólo escribe de aquello que le inquieta o de aquello a lo que ama. No creo equivocarme, pues, si digo aquí que Sir Raymond Carr amó generosamente a España. Una obra tan dilatada y tan conspicua no opera nunca sobre el vacío. Vayan estas palabras, palabras de gratitud teñidas por la melancolía y la urgencia, para tan noble y esforzado caballero.

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