De libros

Las cebollas de Günter Grass

CUANDO se la atosiga con preguntas, la memoria es como una cebolla que desea ser pelada para que podamos leer lo que sale a la superficie", escribió Günter Grass en el primer volumen de sus memorias, titulado justamente Pelando la cebolla. Sí, de acuerdo, la memoria es como una cebolla, pero una cebolla caprichosa y que tiene la mala costumbre de gastar bromas pesadas. Porque recuerdo muy bien el primer libro de Günter Grass que vi en el escaparate de una librería, pero he olvidado por completo el tema que trataba o la historia que contaba. Era el Diario de un caracol, en una edición de Barral Editores de 1975, y ahora mismo puedo ver con claridad el color verde botella de la cubierta y el dibujo de un calendario, y también los dos delfines entrecruzados del logotipo de Barral Editores. Y recuerdo también que el encargado de la librería me lo recomendó, y como yo tenía una fe ciega en aquel encargado -que era escritor en sus ratos libres-, compré enseguida el libro, o lo robé, o lo pedí prestado (porque eso también se ha borrado de la memoria), pero el tema del libro, lo que decía, se ha esfumado por completo. Y lo único que recuerdo es que aquel diario -o lo que fuese- estaba lleno de referencias políticas y de hechos históricos que no dejaron ninguna huella en mí. Ni siquiera sé si conseguí acabarlo.

El fallo, por supuesto, no era de Grass, sino de un lector demasiado joven que había elegido un libro para el que no estaba preparado. Lo malo fue que aquel fracaso inicial hizo que me tomara con cierta prevención a Günter Grass. Entonces yo no podía saber que El tambor de hojalata (1959) había sido prohibido por la censura franquista, y que Carlos Barral tuvo que desistir de publicarla en España, así que la novela sólo se podía encontrar en una edición semiclandestina llegada de México. Y hasta 1978 no se publicó en una edición española, en Alfaguara, y se convirtió en un éxito inmediato porque al mismo tiempo se estrenó la versión cinematográfica de Volker Schlöndorff (en aquellos lejanos tiempos las películas literarias todavía podían ser grandes éxitos de taquilla). Pero aun así tuve que superar las reticencias y ver primero la película, y sólo después de verla consentí en leer la novela. Y ahí sí que pude descubrir al gran Günter Grass, un escritor que a veces podía ser demasiado barroco y ampuloso, pero que también tenía una energía dickensiana a la hora de crear un sinfín de personajes, y que sobre todo era capaz de contar la historia de cincuenta años de la vida de una ciudad, Gdansk, o mejor dicho, Danzig -ya que así, con el nombre alemán, se llamaba para Grass-, esa extraña ciudad que no era ni alemana ni polaca, sino que había sido Ciudad Libre, sin pertenecer a ningún estado concreto y con derecho a pasaporte propio, entre 1920 y 1939, justo en los años de la infancia y la juventud de Grass.

Cada vez que sale algún cantamañanas anunciando la muerte de la novela, convendría recordarle que existen novelas como El tambor de hojalata, y que ahora mismo, en un campo de refugiados en Siria o en Iraq, o en algún lugar de África del que no tenemos noticias, hay alguien que está haciendo lo mismo que hizo Günter Grass con su ciudad de Danzig y con los primeros treinta años de su vida. Y aunque El tambor de hojalata no es una novela perfecta, porque Grass tiene una peligrosa tendencia a dejarse llevar por las filigranas barrocas y por extenderse demasiado, la vida de ese niño que se niega a crecer -Oskar Matzerath- y acaba recluido en un manicomio está llena de sorpresas gratificantes y de imágenes que se quedan grabadas en la retina, como ocurre en cierta playa del Báltico en la que se aparece una cabeza de caballo devorada por las anguilas. Y por cierto, en Gdansk -que ahora es una ciudad polaca- hay un restaurante que se llama El Rodaballo -como otra de las novelas de Grass-, donde se sirven recetas extraídas de sus libros. Hay riñones con salsa de mostaza, carpa con salsa de cerveza y rodaballo flambeado al coñac (y esperemos que no haya también una receta de cabeza de caballo con anguilas). No es poco mérito para un escritor, sobre todo en estos tiempos en los que nadie parece creer demasiado en las posibilidades de la literatura.

En los últimos años de la vida de Grass se ha hablado mucho de un hecho ominoso que había mantenido oculto -su paso por las Waffen SS a los 17 años-, y que Grass decidió hacer público en el primer volumen de sus memorias, en 2006. A raíz de esa confesión recibió toda clase de críticas y de insultos, e incluso se habló de obligarle a renunciar al Premio Nobel que había ganado en 1999. Pero Grass, por lo que contaba, no había disparado ni un solo tiro cuando estuvo enrolado en una unidad de tanques de las SS, y sólo se había alistado en ella porque le gustaba el uniforme de tanquista, nada más. Y lo más importante de todo es que Grass podía haber mantenido oculto su paso por esa unidad, ya que ni siquiera sus antiguos compañeros se acordaban de él (un periodista investigó los hechos). De modo que revelar aquel hecho fue en el fondo un acto de grandeza en vez de la demostración de que era "un hipócrita y un charlatán oportunista", como lo definió Christopher Hitchens en un artículo vitriólico. Pues no, no era para tanto.

De todos modos, aquella confesión convirtió a Grass en un escritor problemático, aunque en cierta forma permitió entender la visceralidad de muchas de sus opiniones políticas, que quizá estaban inspiradas en la culpa y en la vergüenza mucho más que en la razón, sobre todo en sus últimos años de vida. En los años 60, Grass fue el negro que le escribía los discursos al canciller socialdemócrata Willy Brandt (y uno se pregunta quién escribe, o más bien no escribe, los discursos de nuestros políticos), y sus posturas políticas de entonces fueron muy razonables, pero a partir de los años 70 Grass se dejó arrastrar por un izquierdismo retórico que le empujó a decir muchas tonterías. Y en cierta ocasión, el gran Saul Bellow, en un coloquio en Nueva York, amenazó con echarlo a patadas si seguía diciendo tonterías sobre Rusia y Estados Unidos, ya que Grass acababa de decir que las condiciones de vida en el South Bronx rebajaban a los Estados Unidos al nivel calamitoso de la Unión Soviética. Por desgracia, no fue la única metedura de pata de un hombre que se equivocaba -como casi todos- cuando hablaba de política.

Pero el verdadero Grass no era, por supuesto, el que opinaba sobre el South Bronx y la Unión Soviética, sino el artista que supo reconstruir la vida de Danzig -y de toda la Alemania de la terrible época de Hitler- en una sola novela, y al hacerlo nos hizo sentir que estábamos presenciando el momento en que una monstruosa cabeza de caballo, ya por completo devorada por las anguilas, se aparecía de repente en una playa, justo delante de todos nosotros.

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