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Público o privado: el viejo debate

  • Maniqueismos. La clave no está en tender hacia posiciones maximalistas, sino en buscar el equilibrio que permita garantizar los servicios básicos y el desarrollo económico e individual.

L O público y lo privado, viejo debate en la historia del hombre y en su lucha por intentar organizar la sociedad. Ahora, como siempre, sigue en boga y constituye una de los asuntos clásicos en los que los partidos políticos se enzarzan para afianzar posiciones y echar una partida al juego de las siete diferencias. Por lo general, se simplifica el asunto y se desdibuja en aguafuertes exagerados, aunque haya de vez en cuando reflexiones sensatas como la que esta misma semana dejó el vicepresidente primero de la Diputación, Salvador Fuentes. "Quien diga que lo público es un error se equivoca", explicó, y agregó que no se debe "demonizar" lo público, ni tampoco lo privado, sobre todo cuando, según su parecer, la gestión pública es "infinitamente más útil" desde la "convivencia" con el sector privado. Palabras las de Fuentes sensatas a mi juicio.

Demonizar, de hecho, es el verbo preciso para señalar lo que algunos dirigentes con marchamo liberal e intereses oscuros han hecho de lo público y también es demonizar lo que no pocos dirigentes de izquierdas hacen con la empresa privada. Lo público, ya se dijo, y lo privado, larga diatriba cuando tan terrible podría tornarse a la postre llegar a ser una sociedad desequilibrada hacia el interés de lo privado como una sociedad dominada por una esfera pública paternalista y todopoderosa que amputase el impulso creador de la individualidad. Como en el gazpacho, como en la prosa brillante del desaparecido García Márquez, quizá se trate tan sólo, y es sumamente difícil, de mezclar bien todos los ingredientes de tal modo que se pueda garantizar la correcta prestación de servicios básicos para el conjunto de la sociedad y la libertad de las personas para emprender y enriquecerse dentro de los parámetros legales, lo que también supone un beneficio indudable para el conjunto en términos laborales y económicos.

El problema en nuestro entorno no está sin embargo en entrar a debatir desde posiciones maximalistas sobre ambos conceptos, sino en asumir que por aquí el problema principal se centra en la ineficiencia y en la inmoralidad. Muchos son de hecho los que abogan por un incremento del poder público, por un agrandamiento, y que al mismo tiempo han sido responsables en estas últimas décadas de gestiones públicas desastrosas en las que el dinero se iba directamente a la alcantarilla o al bolsillo del propio y del compadre. Empresas públicas creadas para servirse y no para servir que acababan convirtiéndose en agencias de colocación o en cosas peores. En Andalucía, en la Junta y en nuestros ayuntamientos, sabemos bien de eso, y tanto PP como PSOE como IU tienen responsabilidades evidentes. Del mismo modo, bien que conocemos de la ambición de lo público por colonizar lo privado, por entrar en consejos de administración por aquí y por acullá, y también por condicionar a las a menudo maleables asociaciones empresariales. De sobra es conocida la presión insoportable que las administraciones han ejercido sobre la iniciativa privada a través de una burocracia y un ansia que taponaba al pobre diablo que se atrevía a montar cualquier negocio o negociete. Lo público, por mucho que se diga, ha sido en esta tierra un mastodonte cada vez más obeso y sibarita que se comía cuanto le pusiesen por delante y que traficaba con bienes comunes -ahí están los infames trasiegos urbanísticos- para disfrute de la casta elegida.

Hasta aquí, claro, la frontera de lo público, y ahora la de lo privado. Porque también se cuecen ahí legumbres podridas. ¿Les suena la frase de que el único afán de una empresa debe ser conseguir beneficios? A mí sí porque la he oído mucho y por más que la oigo me sigue pareciendo un dislate. De ella se valen los bancos para hacer lo que hacen y también las grandes empresas que tienden al timo como los amantes de los dulces al chocolate. No, por supuesto que no, porque la empresa privada, más allá de lógicos fines crematísticos, también tiene una responsabilidad con la sociedad en la que se desarrolla. La empresa nunca puede ser un ente deshumanizado y sin ética, despreocupado, y a menudo lo es. Por desgracia lo es.

Tanto lo público, en fin, como lo privado requieren de sensatez y de limpieza moral. Y de eficacia, cuentas claras, transparencia. El debate no debe ser si lo público debe desaparecer o sobre si tenemos que tender a unos planes quinquenales que nos llevarán, segurísimo, a pasar hambres y penurias, amén de falta de libertades. Debatamos qué debe ser público, qué debe estar garantizado sí o sí, y de que forma se puede ayudar a lo privado y qué se le debe exigir. Debates maniqueos viejos como el sol en nada ayudan. No nos dejemos engañar. El problema profundo está en la gestión, en los equilibrios. En suma, en la responsabilidad.

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