estampas cordobesas

Cuando murió Paca Pellicer y España sufragó peregrinaciones a La Meca

  • En el tránsito entre la Falange y los Tecnócratas, escuchábamos a Valderrama y Los Brincos mientras se nos moría la mujer de Julio Romero con la misma discreción que vivió.

EN 1966 El Cordobés reaparecía en un entrenamiento público en Villalobillos, tras una operación en el brazo derecho, y a finales de abril los musulmanes españoles de Ifni y Sáhara peregrinaban a La Meca por espacio de un mes, invitados por el Gobierno de Franco, representado por el Ministro Subsecretario de la Presidencia, Carrero Blanco. Treinta días después, y tras cumplir el precepto de Alá, sería el mismo General quien los recibiría, como Jefe de Estado de los españoles que entonces eran.

Fue igualmente la última primavera de Francisca Pellicer, su despedida de aquella Plaza del Potro en la que, por etapas, compartió vida con el pintor Julio Romero, al poco tiempo de cumplir los 19 años y al día siguiente de nacer su hijo Rafael. Para Paca, como era conocida por don Ramón María del Valle Inclán, no habría más mañanas de compras por entre los colmáos de la calle Armas y los puestos del mercado de La Corredera. Sería el año de sus paseos finales en coche de caballos desde la Ribera al Marrubial, para bajar luego por el Alcázar y la Albolafia, como recordaría tantas veces al evocar su infancia y juventud el poeta Pepe de Miguel.

Francisca Pellicer López moriría aquel verano de 1966, mientras nosotros vivíamos el tránsito entre los juegos de niños y los de adolescentes, también en los gustos musicales familiares, de disputas entre la música de vinilo de los "melenudos" -que diría el padre en tono despectivo-, el desprecio de la hermana mayor por los discos de pizarra y los primeros casetes de Juanito Valderrana -a lo que el padre llamaba flamenco- y la renuncia de la madre a su Copla, porque ella nunca imponía sus gustos.

Las películas de los cines de invierno se llenaban con la proyección de los musicales de la época, cuando los protagonistas se recreaban en los paisajes de Córdoba, en un Cristo de los Faroles nocturno con Antonio Molina devoto y una Venta en el Brillante, la de Vargas, cuando el personaje se recreaba en las juergas de los cordobeses de casta, mientras la muchacha rezaba a la Virgen de los Dolores para que el marido cambiase. Otras veces, los protagonistas de las producciones nacionales eran los grupos musicales incipientes que compartían listas de éxitos con el Dúo Dinámico, Encarnita Polo o Raphael, haciendo auténtica música, a la altura de las bandas británicas e incluso, algunos, alcanzando un lugar entre los éxitos anglosajones, como los inolvidables Pequenikes. Escuchábamos a Los Brincos, invitándonos a "estar borrachos otra vez" mientras hacíamos lo propio, en los altillos de las casas de los amigos, con esa sensación de miedo al sexo contrario y siempre alerta a salir huyendo cuando alguno pretendía cambiar la bombilla blanca por alguna roja o poner un pañuelo sobre la tulipa. En aquellos grupos, un tal Antonio Morales, bajo el nombre artístico de Junior, nos encandilaba con una belleza casi femenina y una guitarra eléctrica; la misma que, un año después llevaría en solitario y junto a Juan Pardo, cuando aprendimos de memoria las andanzas de Anduriña y empezamos a amar, todavía en la distancia y el desconocimiento, a las tierras gallegas de los primeros vídeos musicales. Fisterra, Santiago o Padrón fueron, desde entonces, símbolo de nostalgia, dulzura y morriña por los paisajes únicos y aún no descubiertos.

A caballo entre los últimos estertores de una sociedad de postguerra y la que se abría al resto del mundo, imparablemente -y gracias a los acuerdos con el país de Eisenhower, conocido por Ike- a los niños que fuimos, auténticos esponjas frente a un mundo cambiante, nos parecía natural escuchar a los "melenudos" y a Perlita de Huelva y Lola Flores y a los Beatles y a Luis Aguilé con su Juanita Banana, todo a la vez, y sin contradicción aparente. Así, pasábamos, sin mayor trauma ni síndrome (porque aún no se habían inventado los postvacacionales ni los de Estocolmo) de los santos cubiertos con lienzos morados, a las noches de Judas y hornazos para las romerías; a las tijeras que cortaban mil papeles de seda de colores para convertirlos en flores y arcos sobre carros y tractores; a los olores a sofritos y adobos compartidos sobre una manta en Santo Domingo y Linares, al calor de una candela circundada de piedras, sobre la que hervía el perol y al amor de los encuentros que, como los paseos de Paca Pellicer por la Ribera, se perdieron discretamente.

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