EL Partido Popular ha anunciado públicamente que no apoyará la investidura de Susana Díaz como presidenta de la Junta de Andalucía. No le dará su voto en la primera votación, lo que responde a una lógica política impecable, pero tampoco se abstendrá en las sucesivas sesiones, permitiéndole ser elegida presidenta gracias a los 47 diputados socialistas aun en el caso de que los otros tres grupos parlamentarios (Podemos, Ciudadanos e IU) votasen en contra, ya que sólo sumarían 29 votos opuestos. La condición expuesta por el PP andaluz para rectificar esta posición es defendible: exige como contrapartida que el PSOE obre de la misma manera tras las elecciones municipales, dando vía libre a la candidatura más votada, es decir, permitiendo de hecho el Gobierno de las mayorías relativas que esperan obtener los alcaldables populares en numerosas ciudades y pueblos de la región. Este pacto de largo alcance no es aceptado por el PSOE, que planea arrebatar alcaldías al PP mediante alianzas con Podemos -pese a la expresa negativa de Susana Díaz durante la campaña-, IU y Ciudadanos. Ante esta tesitura, los dirigentes del PP de Andalucía tienen que hacer una profunda reflexión sobre las consecuencias de su postura. A Andalucía le servirá de poco que Moreno y los suyos atribuyan a la candidata socialista la responsabilidad de haber generado esta situación por su empeño en adelantar las elecciones autonómicas. El caso es que los andaluces han votado lo que han votado: un parlamento más plural y fragmentado, en el que una fuerza política se ha colocado en el primer lugar y ha recibido el encargo de intentar gobernar. Y otras cuatro que no pueden eludir el reto de ayudar a la gobernabilidad de la comunidad autónoma. Si el PP no asume la parte que le corresponde sin dar su voto expresamente a Susana Díaz, sino absteniéndose, estará entregando la llave de la política andaluza a Podemos. Lo que tanto populares como socialistas querían evitar a toda costa.